La autoría en tiempos de Netflix

Las plataformas de streaming invierten en el trabajo creativo, pero también eclipsan a la figura del autor.

La autoría en tiempos de Netflix
La autoría en tiempos de Netflix

En noviembre, tras escuchar Fausto (el primer pódcast original de Spotify sobre crímenes reales en español), escribí un tuit diciendo que me parecía injusto que tanto en la nota de prensa oficial como en los artículos que la habían copiado y pegado se citara a Spotify y al actor que narra la historia (Damián Alcázar), pero no el nombre del guionista o creador. Enseguida me respondió Fernando Benavides, el escritor y productor, matizando que, como autor, "te puedo decir que Fausto no se hubiera realizado sin su apoyo", pues "el trabajo se hizo en conjunto y en gran parte gracias a que Spotify creyó en mí".

No hay duda de que las plataformas están inyectando dinero y fe en el trabajo de los creadores. Pero también es indudable que están modificando la idea de autoría. El mensaje que comunica Netflix en los primeros segundos de todas sus producciones es muy claro: "Una serie original de Netflix". Las mismas palabras se encuentran en los carteles de publicidad de las paradas de autobús y estaciones de metro. Los espectadores pueden no recordar que Stranger Things es obra de los hermanos Duffer o The Crown, de Peter Morgan, pero saben sin duda a qué marca pertenecen. Y en el caso de autores menos conocidos, sus nombres son eclipsados: ¿Cuántos sabrán que la serie Sex Education, cuyos pósteres han inundado miles de ciudades de todo el mundo, ha sido creada por la dramaturga y guionista británica Laurie Nunn?

En las páginas web y en las aplicaciones de Amazon Prime Video, HBO y Netflix -de hecho- no es posible buscar según los criterios cinematográficos tradicionales, de modo que no es fácil llegar a los títulos disponibles de los directores o guionistas tecleando sus nombres. Me pregunto si, después de más de cinco siglos de configuración de la figura del autor y de los grandes logros legales en los derechos de propiedad intelectual durante el siglo XX, no estaremos retrocediendo hacia el paradigma del arte medieval. Sabemos el nombre de los reyes y los obispos que encargaron los murales y las catedrales, pero no el de los artistas que los hicieron.

Si retrocedo tanto en el tiempo es porque no es fácil entender la nueva lógica autorial según ejemplos del pasado reciente. No se trata simplemente de la actualización de la política de los grandes estudios de Hollywood o de las grandes editoriales de tebeos durante el siglo XX, que consideraban a sus autores simples artesanos o empleados. El continente se impone ante la obra (el contenido), que se integra radicalmente en la plataforma que la produce y la distribuye, perdiendo su autonomía. Los últimos restos del aura pasan de la unidad al conjunto, de la ventana a la página web, de la singularidad artística al catálogo común. HBO, Amazon, Spotify, Netflix o Disney asumen el mecenazgo, el estilo artístico, la logística, la propiedad y el enriquecimiento.

Una de las mejores series recientes de HBO ha evidenciado la conexión entre el concepto de autoría de las plataformas del siglo XXI y el de las editoriales de cómic del siglo pasado. Poco después de publicar Watchmen en 1986 y 1987 (muy probablemente la mejor novela gráfica de ficción jamás creada), Alan Moore y Dave Gibbons se dieron cuenta de que DC Comics se quedaría con los derechos de explotación de su mundo, su historia y sus personajes. Veinte años después de la adaptación cinematográfica ha llegado la serie de Damon Lindelof, en cuyos créditos aparece Gibbons como cocreador y consultor, pero Moore -quien no quiere tener nada que ver con las desiguales adaptaciones audiovisuales de su obra- ni siquiera es mencionado.

También a HBO pertenece el caso más escandaloso de los pocos que han salido a la luz sobre las condiciones que imponen las productoras a los creativos. La primera temporada de Big Little Lies fue confiada al director Jean Marc-Vallée; y la segunda, a la cineasta Andrea Arnold. Cuando la directora finalizó el rodaje y la edición, HBO le pidió a Marc-Vallée -ahora productor ejecutivo- que reeditara en secreto los episodios y que volviera a filmar algunas escenas. El objetivo era conservar el estilo visual de la exitosa primera temporada, aunque para ello se violentara el estilo de una artista de gran prestigio. Arnold no ha podido hacer ninguna declaración al respecto. Hay miles de cláusulas en los contratos de las plataformas.

Las caracteriza una lógica expansiva y glotona, cada vez menos regida por criterios humanos y más controlada por la tiranía de los algoritmos.

Para no retroceder hacia situaciones como las que vivieron los autores de la editorial española de tebeos Bruguera o el gigante norteamericano del cómic Marvel, por no hablar del sistema de autoría medieval en que los líderes de la iglesia y la nobleza volvían invisibles a los artesanos, la opción más obvia es defender una visión europea y no norteamericana de los derechos de autor.

Aunque vivamos en una época de proyectos colectivos y de redes creativas, hay que defender la propiedad intelectual de los artistas frente a la voracidad de las corporaciones. Porque lo que para ellas son meros contenidos, para nosotros siguen siendo obras.

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