Por Carlos S. La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
Sabedores de que por ahora la pelea se gana por puntos, Daniel Scioli y Mauricio Macri -excepto algunas obviedades y mínimas peleas para la tribuna- dicen menos que nada. Nadie pega una trompada esperando que el rival se equivoque más que uno y entonces quizá se noquee solo. Que aparezcan más viajes a Italia en medio de las inundaciones o que el Niembrogate se expanda.
De torpeza en torpeza, la campaña es desabrida e insípida. Para colmo a Scioli lo tienen encerrado en un corralito, rodeado desde abajo por Zannini, al costado por el Aníbal y por arriba anda Cristina censurándole todo lo poco que dice o hace, mientras ella sigue siendo la única que dice o hace.
De todas partes se nos sugiere que dejemos de hablar de Cristina porque ella ya fue, pero ocurre que la única que sigue hablando es ella y cada cosa que dice es para el debate, mientras que las pláticas de los candidatos son la suma más perfecta de todos los lugares comunes. Palabras de publicistas sin ningún contenido concreto, ni siquiera abstracto. Nada de nada.
Lo cierto es que a punto de culminar su largo mandato de ocho años y medio, la Argentina política (y algo más que la Argentina política) se ha convertido en un interminable popurrí de cristinismos. Ella se aleja del sillón formal del poder con una popularidad apreciable que supera los cuarenta puntos y que ya desearían para sí Dilma o Bachelet.
Pero eso no es nada, porque lo verdaderamente importante es que ha conseguido identificar al país entero con su persona. En su relato, que desgrana interminablemente por Twitter y por cadena nacional, ya se ha consustanciado plenamente con la nación que comanda, hasta hacer imposible cualquier diferencia entre la Argentina y Cristina. Son literalmente lo mismo y nadie parece estar sorprendido por ese delirio que en este país incomprensible ha adquirido la categoría de algo normal.
“No quiero parecerme a esos países que expulsan inmigrantes y dejan morir chicos en la playa”, dijo esta semana Cristina en una de sus más desafortunadas frases de todos sus tiempos, pero que para ella y sus aplaudidores semejan una genialidad. La foto de Aylan Kurdi, el niño sirio, expresó uno de esos conmovedores momentos de la humanidad en que todos los hombres y mujeres de todas partes del mundo nos sentimos uno solo, unificados por la ignominia frente a la muerte perfectamente evitable de un chiquillo.
Aunque sea por un instante, todos al unísono nos miramos en nuestro interior a ver qué hicimos o qué no hicimos cada uno de nosotros para que esas tragedias sigan teniendo lugar. Nos sentimos parte de una especie culpable y quisimos ofrendar una plegaria con dolor a ver si es posible que alguna vez la humanidad pueda ser un poco menos inhumana.
Sin embargo, el llanto por tevé de una persona en especial no era por la responsabilidad compartida ante el niño muerto, sino por el culpable descubierto. La presidenta Cristina Fernández no tenía dudas de que Angela Merkel y los que se le parecen mataron o dejaron morir al niño en la playa, como la semana anterior no tuvo dudas de que Hitler subió al poder porque así lo quisieron las potencias occidentales. Su ideología y su resentimiento ante los que considera sus enemigos internacionales siempre puede más que cualquier sentimiento. O mejor dicho, todo sentimiento se pone al servicio de la ideología donde ya están establecidos los mismos culpables, incluso para los acontecimientos que aún no han ocurrido o los que ocurrieron cien años atrás.
Pero la Presidenta no sólo dijo que la culpa siempre la tiene el otro. Además afirmó que “no quiero parecerme a esos países”. Claro, a esta altura de su vida y de su inmenso poderío ya no es su país quien no debería parecerse a otros países. Es ella misma, Cristina, la que no quiere parecerse a otros países. Porque ella ya no es sólo una mujer, es el país, según sus textuales declaraciones, que expresan una convicción profunda construida a través de tantos años de monarquía y de obsecuentes que la identificaron con una divinidad laica. Y ella se lo creyó. Vaya si se lo creyó.
Pero no sólo identificó Cristina a los culpables concretos del niño muerto. Pero no sólo comparó a su propia persona con un país. También acusó con su dedo inquisidor a los que dejan morir chicos en la playa, exactamente en el mismo momento en que un niño más, entre otros tantos, moría en su país, Argentina, de algo tan cruel como es la pobreza y el hambre. Pero aquí Cristina ya no medía la muerte con la misma vara. Aylan, el niño sirio, moría por la maldad humana de la que Cristina no participa sino sólo denuncia, mientras que el argentinito qom moría por cuestiones culturales, o sea, por culpa de sus familiares.
Todo eso dijo la Presidenta en una frase que le salió del alma. Frase que es su alma. Para ella el infierno siempre son los otros o siempre está en el otro, jamás en ella o los suyos. Mejor dicho, está en todos los que no son ella o los suyos. Y para ella la proclama de que el
Estado soy yo es poco ambiciosa, porque más que el Estado, ella es la Argentina entera, aunque no tenga nada que ver con lo malo que pasa en la Argentina.
Todo eso dijo la señora presidenta en una frase, en una sola frase.
Lo dijo en un país donde el fraude electoral es una operación mediática y de los opositores al proyecto nacional, por más que gracias a la movilización de la oposición y al control ejercido por los medios se pudo descubrir de qué manera se trampea en el norte argentino por parte de los poderes feudales para eternizarse en sus gobiernos.
Lo dijo en un país donde un fiscal que acusa de gravísimos hechos a la Presidenta muere unas pocas horas antes de presentarse en el Congreso a mostrar sus evidencias, y que a partir de su muerte es transformado por el aparato comunicacional del poder en el pillo más grande del país.
Donde se intenta meter presa hasta a su madre y desprestigiar hasta las náuseas a su ex esposa. Donde el poder ya estableció que el hombre se suicidó al mirarse al espejo y verse tan crápula. Un suicidio tan increíble que ni siquiera se animan a decretarlo, por lo menos hasta que pasen las elecciones.
Lo dijo en un país donde basta con ser cristinista para que te edifiquen una estatua o pongan tu nombre en cualquier cosa. Como esa intendenta del Chaco a la que le van a poner el nombre de una escuela, y ella acepta aunque lamenta que no se le haya puesto de nombre Capitanich o Cristina. Como esa calle en el sur del país que se llama Julio de Vido. O ese monumento de 20 metros que se le hará a Carlos Menem, tan cristinista el riojano hoy por hoy. Y el resto se llama Néstor Kirchner.
Un país donde la cuñada de la Presidenta edita una revista para chicos de cuatro a cinco años donde se personaliza al Estado nacional en un dibujito de Cristina Fernández, volviendo a esas épocas que todos alguna vez quisimos olvidar donde se adoctrinaba desde el gobierno a los chicos. Y mientras se adoctrina chicos, se trata de borrar la memoria histórica de Sarmiento porque parece que el hombre fue antiperonista aún antes de que surgiera el peronismo.
Y en ese sueño desaforado de confundirse con la Argentina, ella ha decidido que, desde el gobierno o desde fuera de él, no cejará en su intento hasta que no quede un solo ladrillo que no sea cristinista.