La elección presidencial norteamericana ha dejado sorprendido al mundo entero, entre otras razones por las dificultades que se tuvo para prever los resultados, en los cuales -dentro de una primera mirada- Donald Trump aparece más como una consecuencia que como una causa de factores que lo precedieron culturalmente.
En primer lugar, la crisis de representatividad de las élites políticas, que ocurre en todas partes del mundo y donde EEUU no es la excepción. El pueblo llano se siente cada vez más alejado de sus dirigentes porque ellos parecen vivir en un mundo diferente al de los dirigidos. Las élites reciben todos los beneficios de la globalización mientras que el conjunto de la sociedad, salvo núcleos privilegiados, son los globalizados, o sea los que la sufren. De allí que las reacciones de quienes integran ese amplio grupo social respondan más a su bronca e indignación que a racionales análisis más serenos. Actitudes motivadas por sentimientos de frustración más que por anhelos de progresos de los que sienten alejarse cada vez más.
A esto contribuyeron los sondeos de opinión, que cada día tienen más dificultad para pronosticar las decisiones populares o están contaminados por intereses que les impiden mostrar la verdad.
Por otro lado, se verifica también, una vez más -y como en tantas ocasiones lo hemos dicho desde esta columna-, que los medios de comunicación no tienen la capacidad de imponer su propia mirada y su relato en la opinión pública por encima de las realidades que viven las personas. Tienen menos influencia en la opinión pública de lo que a veces con inaceptable arrogancia los propios medios y el resto de la sociedad suponen, ya que casi todos estuvieron en contra de Donald Trump, con lo cual éste les ganó a ellos.
De tal modo, el voto norteamericano es la expresión de un cambio de época, donde las mayorías sociales aún no perciben sus beneficios pero sí los inmensos costos que están pagando al cambiar un modo de vida que suponían estable, por otro que les quita los progresos adquiridos. Sin asumir esta realidad, es inútil defender o criticar la decisión electoral, primero hay que comprenderla.
Lo ocurrido en los EEUU se engarza con lo que pasó en Inglaterra al decidir su población alejarse de la Unión Europea, o lo de Colombia, donde se votó rechazando la propuesta de paz con las FARC. Más que apoyos a determinadas posturas, se trata de críticas a las élites dominantes que son cada día más impotentes para resolver los problemas concretos de la gente concreta. Por lo tanto, mientras eso no se solucione y los gobernantes no puedan ofrecer respuestas a las demandas populares, uno tras otro serán reemplazados por sus opuestos, incluso los que, como Donald Trump, se proponen para suplantarlos, serán a su vez defenestrados en muy poco tiempo si no cumplen con lo que les prometieron a los angustiados.
Frente a ese cuadro de situación, para proyectarse hacia afuera la Argentina debe solucionar de una vez por todas sus problemas hacia adentro. Mejor dicho, si quiere abrirse al mundo y ser respetada por todos, lo mejor que puede hacer es estar internamente preparada para hacerle frente a cualquier desafío que se le proponga externamente. Suponer que con Hillary Clinton nos hubiera ido mejor que con Donald Trump es subestimar nuestras potencialidades, las cuales deben adecuarse a cualquier cambio del panorama internacional.
En síntesis, es imprescindible que la Argentina siga con su política de apertura al mundo sin preocuparse tanto por los cambios externos, sino por las respuestas que nuestro país es capaz de ofrecer para que esas aperturas y esos cambios resulten en beneficios para nuestra sociedad, en vez de vivir condicionados por lo que el mundo pueda hacer con nosotros.