La Presidenta imagina su gobierno como una corrección acaso definitiva de pasados errores. Con ella, sugiere, la historia argentina vuelve a una senda virtuosa que el país nunca debió abandonar. Cristina representa así la rectificación del cauce de la voluntad popular. Con ella recuperamos, quizá por siempre -porque las conquistas del kirchnerismo, insiste, debemos cuidarlas por muchos años más- un camino del que lamentablemente nos desviaron los enemigos de la Patria y del pueblo.
De esta línea argumental se desprende otro razonamiento. Cristina expresa mejor que nadie la voluntad del pueblo y es quien mejor sabe guiarlo hacia donde éste quiere ir. Por lógica, entonces, Cristina es la expresión del pueblo al que conduce. En un paso más arriesgado, ser cristinista equivaldría a ser patriota. Ernesto Laclau probablemente bendeciría esta concatenación de ideas.
A la Presidenta le gusta la imagen de la historia como un círculo en el que todo, tarde o temprano, vuelve. Lo repitió muchas veces al micrófono. En la visión rectificadora que encarna, todo regresa, se entiende, para que finalmente se haga justicia. Hay una idea de revancha justiciera en la metáfora de la historia como un círculo que se cierra. En ese regreso después del largo giro que se abrió como una herida, los excesos y las injusticias del pasado son finalmente corregidos.
No llega a decirlo, pero se entiende también que la reparadora es la propia Presidenta. Cristina es la justiciera que en el desquite de las víctimas y los oprimidos vuelve a poner las cosas en su lugar. Corrige y reivindica. Además de garantizar patriotismo, Cristina imparte justicia.
No resuelve la pobreza acuciante, la inflación o la inseguridad. Pero sí lo importante: baja a Colón de su pedestal porque, por fin, después de quinientos años de injusto tributo a quien inició (sin saberlo) la historia sangrienta de la conquista, está ella, intérprete del pueblo, para restablecer un orden roto. Afuera Colón, entonces, y venga Juana Azurduy, heroína (como ella) de la liberación.
Cristina también alecciona al Primer Mundo, que, pareciera, lo ignora todo sobre democracia y dignidad. Después de varios siglos de sometimiento indigno, las potencias explotadoras deben ahora entender que un nuevo orden está emergiendo en el mundo, un orden más justo y más democrático. Y, casualmente, en este momento fundacional para el planeta, cuando por fin podremos reparar históricas injusticias, está ella para guiarnos por ese camino.
Todo vuelve, entonces. El círculo se cierra y en ese final del ciclo está Cristina Kirchner. La historia, pareciera decirnos la Presidenta, termina con ella. O quizá ésa sea la manera en que le gusta imaginarse a sí misma. Si la historia termina con ella, nadie reescribirá las verdades que hoy el Gobierno presenta como definitivas.
Cristina no supone (o lo disimula si no es así) que como tantas veces pasó en la Argentina, los errores de un gobierno son la semilla del próximo. Y que en ese movimiento pendular al que estamos tan acostumbrados alguien que no es ella será llamado a corregir los errores -las injusticias, los excesos- del presente.
La historia vuelve sobre sí misma: probablemente también volverá para reclamar las deudas del kirchnerismo.