De ser por Donald Trump, el pleito con Corea del Norte debería zanjarse con “furia y fuego”. La declaración de guerra, lanzada antes del último ensayo nuclear de Kim Jong Un, se tradujo en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en un proyecto con el cual pretendía provocar el colapso del país más hermético del planeta. Lo descafeinaron China y Rusia.
La resolución aprobada finalmente prevé limitarle las importaciones de petróleo, prohibirle la exportación de productos textiles y castigar a las empresas navieras que le lleven insumos para misiles o armas. Son sanciones más dóciles que las impulsadas por Trump.
Kim no se salió con la suya, pero, a pesar de ser el más débil en un conflicto que también involucra a Corea del Sur y Japón, aprovechó el padrinazgo histórico de China y las diferencias de Vladimir Putin con Trump para atenuar el impacto de la multa por sus pruebas nucleares.
La más reciente, el 3 de setiembre, desencadenó un terremoto que traspuso sus fronteras e hizo sonar las alarmas en la ciudad de Yanji, China. En manos del presidente de ese país, Xi Jinping, por la cercanía geográfica y supuestamente ideológica, queda el cumplimiento de la resolución del Consejo de Seguridad.
Trump procuraba el bloqueo absoluto de la dictadura norcoreana. Su proyecto incluía el congelamiento de los activos en el exterior de Kim y de la aerolínea de bandera Air Koryo, así como el retorno de 60.000 norcoreanos que trabajan en 50 países y envían remesas a sus parientes.
En Washington, los generales desalentaron a Trump de insistir en la retórica bélica. Corea del Norte, acaso como Irán, se aferra a su programa nuclear para jugar en las grandes ligas, más allá de los sustos que causa.
Si Kim cumpliera con su amenaza de atacar las bases militares norteamericanas de la isla de Guam o Japón, Estados Unidos respondería de inmediato. En una guerra convencional, el primer blanco sería Seúl, donde los surcoreanos rechazan el sistema antimisiles Thaad, tendido por Estados Unidos al igual que en Japón. Lo consideran un bumerang en lugar de un escudo protector.
Decía Mao Zedong que China y Corea del Norte eran tan íntimos “como los labios y los dientes”. China evitó una victoria de Estados Unidos en la Guerra de Corea. Eso ocurrió a mitad del siglo XX. En esos años, el presidente Harry Truman dejó entrever la posibilidad de iniciar una guerra nuclear. Desde la ONU hasta los gobiernos aliados de Estados Unidos objetaron su presencia militar en la península. China y Corea del Norte siguieron a su aire del otro lado de la frontera trazada por la Guerra Fría.
Todos los presidentes norteamericanos aprendieron de Truman la lección de lo que no se debe hacer cuando de diplomacia nuclear se trata. Todos menos Trump.
También se mostró molesto con la inacción de su par de Corea del Sur, Moon Jae-in. Lo amenazó con liquidar el acuerdo comercial entre ambos países. Moon ganó las elecciones de mayo. Predicó en la campaña a favor de la reconciliación con Corea del Norte y en contra del sistema antimisiles.
Kim sonríe. En China lo ven como un “gordinflón malcriado”. En el Senado de EEUU lo llaman “muchacho demente y gordo”. Trump llegó a decir que estaba “loco de remate”. Loco o no, el líder de la nación más aislada y una de las más pobres del planeta se ha convertido en la principal amenaza para la más poderosa, atada de pies y manos en un concierto internacional regido por intereses y diferencias. De ellas se vale Kim a pesar de las penurias de su pueblo, sometido a la tercera generación de una dinastía implacable e imprevisible. La estrenada por su abuelo, Kim Il-sung, muerto en 1994. El Presidente Eterno, el único para el régimen comunista.