Cuando las formas comienzan a pasar a segundo plano y ya no son tan importantes. Se sintieron, aunque tenues, algunos aplausos cuando el equipo despejaba de punta y afuera de la cancha. El simpatizante empezaba a pedirle a sus jugadores que corten un poco con tanta dulzura y que se sume de a tres.
El fin, a esta altura de la competencia, justificaba los medios. Esta vez el Lobo tenía licencia para ganar de la manera que sea: sin merecerlo, jugando feo, con un gol de rebote y en el último minuto, metidos en el área o colgados del travesaño. Ganar de una vez por todas. Y así se fue dando.
A Gimnasia y Juventud les costaba mucho llevar la pelota al ras del piso hasta el área de enfrente y fueron revoleándola de a poco. Cabezazo de Farías que se va cerca y a Villarino se la sacaron del buche cuando estaba por meter un frentazo de gol. La visita respondía con un zapatazo de Urresti que tapó Alasia y con un rebote que le quedó a Reinoso dentro del área chica, pero el delantero perdió el duelo con el portero del Lobo.
El hincha soportaba que el equipo no luciera, que no fuera delicado en el traslado del balón. Resignaba esto por los tres puntos. Contra Estudiantes y Unión había hecho buenos primeros tiempos pero ese afán ofensivo los había traicionado y terminaron perdiendo ambos choques. Ya no podía volver a suceder.
El único que le aportaba algo de brillo a tanta oscuridad era Pereyra. Y él fue el encargado de entrar con pelota domina al área, dejar en el camino a Aguiar y pese a rematar mordido, la pelota se iba al fondo. Gol que era desahogo, que se grita con bronca hasta enrojecer la garganta. Gol que descarga tanta angustia acumulada, que sirve para seguir vivo.
Al fin se ganó. Era el primer peso pesado que caía en el Legrotaglie. La victoria ante Juventud rejuvenece las chances de ese primer ascenso y eso hoy le devuelve la sonrisa al Lobo. Las formas ya habrá tiempo para recuperarlas.
