La provincia asiste a uno de los juicios más resonantes de su historia, por la enormidad de las acusaciones basadas en prácticas perversas ocurridas en el Instituto Próvolo durante muchos años y que, aunque muy tarde, pudieron salir a la luz para el asombro y el horror de los mendocinos que lo habían tenido tan cerca, y del resto de los argentinos y de la humanidad. Porque este caso tiene resonancias internacionales.
Los sacerdotes acusados de abuso sexual en chicos sordos provenían de Italia donde se encuentra la casa central del Instituto. Desde allí fueron trasladados a la ciudad argentina de La Plata para protegerlos de acusaciones similares a las de Mendoza que realizaron los padres de los niños ultrajados en la ciudad italiana de Verona. Finalmente, prosiguiendo con sus prácticas infames, recalaron en nuestra provincia donde no cesaron en absoluto de seguir cometiendo sus actos de extrema maldad.
Todo hace suponer que una gran red de complicidad y silencio se fue construyendo a lo largo de los años, tanto desde autoridades eclesiásticas que efectivamente sabían de estos crímenes y de estos criminales, como dentro del Instituto donde es difícil suponer que nadie haya sabido nada de tales prácticas perversas que además se convirtieron en algo frecuente, casi en una rutina del horror.
El descubrimiento de los ultrajes dejó impresionado a todos los mendocinos, que no podían suponer que pequeños y pequeñas fueron vilmente profanados por aquellos a los que los padres les confiaron su educación. La noticia corrió como reguero de pólvora por todo el país y todo el mundo, convirtiéndose en un hecho más que comprueba uno de los principales flagelos que ocurrieron dentro de la Iglesia Católica durante muchísimo tiempo.
El Papa Francisco ha dejado entender en más de una oportunidad que combatirá hasta las últimas instancias contra estas formas máximas de la corrupción, pero los familiares de las víctimas necesitan mucho más que declaraciones para saciar su sed de verdad y justicia que al menos repare en parte el mal sufrido por sus seres más queridos. Máxime porque en innumerable cantidad de eventos se ha comprobado definitivamente que muchos funcionarios eclesiásticos de altísima envergadura formal protegieron a todos estos desalmados, justificando sus manifiestas complicidades en que la denuncia de tales atrocidades afectaría no sólo a los implicados sino a la institución en sí misma. Una explicación deplorable que en nombre de alguna supuesta razón de Estado permitía la tolerancia hacia lo intolerable.
La Iglesia afirma estar realizando sus propias investigaciones acerca de las responsabilidades de los implicados pertenecientes a su institución, y dice, a través de sus voceros, que las mismas se encuentran muy avanzadas. Sería importante, en ese sentido, que todo lo que la entidad religiosa haya podido averiguar lo ponga a entera disposición de los juzgados para incrementar la prueba.
En síntesis, los abusos sexuales, con especial referencia a las víctimas menores de edad, han constituido una perversión que como una plaga avanzó sobre una organización eclesial que en gran medida tenía entre sus objetivos fundacionales los de combatir la maldad y el pecado en todas sus formas. Es por eso que todo lo que se haga para limpiar las manchas de tales aberraciones, nunca será demasiado.
Mientras que por el lado de la Justicia es clave que se lleve el proceso hasta las últimas instancias, cuidando de no herir más a quienes sufrieron tamañas atrocidades, pero avanzando en la mostración de la verdad por más dolorosa que sea la misma. Haciendo de la Justicia el sentido final de tales juicios, de modo que todos los criminales paguen como corresponde sus desmanes.