Toda consigna se sostiene -o cobra sentido, diría- en alguna forma de discurso precedente. Así, por ejemplo, cuando una hinchada recrimina a la otra que "cuando no salen campeón (sic) esas tribunas están vacías", se debe estar al tanto de que no se trata de un problema de taquilla sino de "aguante".
Rara vez una consigna tiene un significado puramente literal y cuando se populariza a gran escala, por lo general vehiculiza una idea subyacente.
Esto obliga a una lectura atenta de las consignas cuando actúan como intermediarias entre el lenguaje popular y el poder político porque, en tales casos, la consigna siempre lleva la marca del Estado como manipulador del sentido común. Esto no lo aprendí de los manuales de semiología. Lo aprendí en más de tres décadas de vivir -y sufrir- la política argentina. Me remito a dos ejemplos.
1. Los argentinos somos derechos y humanos.
Esta espantosa consigna del Proceso, fue difundida originalmente en las revistas de Editorial Atlántida como postales, a fin de ser enviadas a familiares y amigos en el extranjero y evitar, según decían, la "campaña antiargentina" contra el Mundial 78.
Un año más tarde, en vísperas de la visita al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, Harguindeguy ordenó imprimir 250 mil calcomanías autoadhesivas con la misma leyenda.
La campaña publicitaria fue elaborada por la agencia Burson Marsteller, con una considerable eficiencia política: no recuerdo que hayan sido pocos los que creyeron en el sentido patriótico de esta consigna creada, irónicamente, por una agencia de publicidad británica.
Mientras tanto, florecían las denuncias sobre centros de detención clandestinos y el asesinato y tortura de miles de argentinos. Digo yo, ¿en qué estábamos pensando?
2. Para estar en el Primer Mundo hay que achicar el Estado.
El menemismo reflotó el recetario liberal ortodoxo como respuesta a la hiperinflación y, en última instancia, al nuevo mundo unipolar. La consigna se convirtió, rápidamente, en un hit.
Pero "estar en el Primer Mundo" significaba, en realidad, vender todas las propiedades y empresas públicas -creadas con el esfuerzo colectivo de varias generaciones- para despilfarrar recursos, convertibilidad mediante, en todo tipo de frivolidades.
A pocos les importó la descapitalización suicida, mientras viajábamos a destinos turísticos soñados y adquiríamos la última generación de las industrias del ocio.
El gobierno de la Alianza, a pesar de su pose moralizante, no le aflojó un ápice. Cuando despertamos de esta borrachera, la resaca de 2001 se hizo eterna y sus efectos resuenan aún en estos días. Otra vez nos habíamos dejado convencer, aferrados a una burda consigna, de opinar y actuar en contra de nosotros mismos.
Y cuando ya casi teníamos la tranquilidad de haber tropezado ya, como indica el manual, dos veces con la misma piedra, aparece esta nueva consigna de consecuencias imprevisibles:
3. Hay que democratizar la Justicia.
Se trata de una simulación retórica no menos evidente que las dos anteriores, ya que la propuesta oficial debilita, justamente, la situación legal del demos (pueblo) y fortalece la del cratos (poder). Sería mucho más sincera una consigna que propusiera: "Hay que ajusticiar la democracia". Me remito a tres argumentos, que considero cruciales
* La propuesta de designar mediante elecciones a los integrantes del Consejo de la Magistratura, elimina la imparcialidad política del Poder Judicial y, con ella, el principio republicano de la división de poderes. Es por esa misma razón que, en el artículo 114 de la Constitución, se inhibe de participar en actividades político partidarias a quienes están llamados a integrar un poder independiente y serán los encargados de juzgar, precisamente, tales políticas.
* También se proponen limitaciones a las medidas cautelares que sean contrarias al Estado, desconociendo la regla de la Tutela Judicial Efectiva afirmada en tratados internacionales de derechos humanos con rango constitucional. Por consiguiente, los ciudadanos -y aún los propios Estados provinciales y municipales- se verán seriamente limitados en el ejercicio y protección de sus derechos.
* Por último, está claro el intento de quitar autonomía a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, trasladando sus atribuciones de superintendencia económica, financiera y reglamentaria al Consejo de la Magistratura.
En otras palabras, se pretende romper el equilibrio republicano, sostenido en la Constitución, acudiendo a un democratismo artificioso y fetichista, adaptado al relato ideológico del kirchnerismo en el poder.
Una vez más, nos proponen remplazar con propaganda la reflexión sobre la realidad.
Una vez más, estamos a punto de enjaularnos por cuenta propia.
Una vez más, las consignas con sus intenciones ocultas, subyacentes.
¿Una vez más, vamos a aceptarlo?
Espero, sinceramente, que no. Porque si concedemos graciosamente que el grupo de poder y negocios que nos gobierna se quede con el Poder Judicial y avasalle la Constitución, nuestra vida ya no será nunca más la misma.
Basta que recordemos las atrocidades de la represión ilegal y el desguace del Estado, para que pensemos un poco mejor las consecuencias de nuestras intuiciones circunstanciales.
Aunque los mecanismos de la Justicia requieran modificaciones, no son precisamente los que concentran las mayores sospechas de corrupción quienes están más autorizados para reformarla porque el proyecto de reforma judicial enviado al Congreso proviene del mismo poder político que protege a los Jaime, los Báez, los Boudou y los Pedraza.
Por ello es de esperar que, frente a la contundencia de la información que la precede, podamos descubrir a tiempo el objetivo de impunidad que subyace bajo la consigna lanzada por un Gobierno repleto de denuncias y en evidente retirada.