Hubo un tiempo en que la bohemia mendocina se reunía todos los martes a comer pizza en Pantagruel. La casa invitaba: en el mesón, sosteniendo charlas memorables, se podía encontrar a Fernando Lorenzo, Sara Rosales, Carlos Levy, Gastón Alfaro, Ricardo Marino y una lista larga de artistas que, en los ‘80s conformaban una buena porción de la bohemia mendocina. La pizzería ‘de culto’ pertenecía a Julio Castillo, más conocido como “el Negro” .
Generoso, amistoso, cercano, fueron algunas de las características que se recordaron durante toda la semana pasada, mientras los amigos empezaban a digerir la noticia de su partida, a los 81 años de edad.
Al Negro se lo podía encontrar en más de sitio a la vez: si había una muestra donde faltaba una mano, estaba; si algún artista se enfermaba y necesitaba un techo, estaba; si alguien necesitaba un pasaje para ir a mostrar su talento a Buenos Aires o a cualquier parte, estaba.
“Él estudió en la Universidad de la Vida”, dice aún con la pena en la garganta la artista plástica Sara Rosales. “No sé si se pueda hacer una síntesis de su generosidad, su interés por defender la dignidad de los artistas, su pasión como gestor cultural”.
El legado de Julio Castillo, pues, es el que corresponde a esas personas que son capaces de tejer redes artísticas y emocionales, las necesarias para que una generación se haga notar y brille.
“Hablar del Negro Castillo es hablar de la bohemia de aquella época, la que venía peléandola desde los ‘60s y la que luego, en plena Dictadura Militar, se reunía a tratar de arreglar el mundo alrededor de una mesa de su pizzería”, rememora Sara.
En esos años difíciles, todas las semanas, una troupe de pintores, escultores, músicos e intelectuales, se reunían allí no sólo a cocinar amistades, sino también debates, proyectos y planes de refugio, si que alguien (como el poeta Armando Tejada Gómez, por ejemplo) necesitaba vivir un tiempo en la clandestinidad.
“Nosotros le llamábamos los ‘Martes de la Caridad’, porque salíamos de las exposiciones en la Galería Huentala, que habíamos abierto para que allí expusieran los artistas locales que eran echados de otros espacios, y nos íbamos todos juntos a comer allí. Estaba Fernando Lorenzo, Gastón Alfaro, Ricardo Marino, Carlos Levy ¡la lista sería larguísima! Él nos recibía con los brazos abiertos. Y allí nos pasábamos horas en esas charlas intensas”. Rosales recuerda que, cuando Carlos Alonso necesitó un empujón antes de partir a Buenos Aires, fue el Negro quien se lo dio. Y cuando la recién descubierta Fabiana Bravo precisó agilizar sus trámites para partir a Italia, allí estuvo la mano del Negro.
Entre 1977 y 1978, cuando la mayoría de la gente guardaba silencio por miedo a desaparecer en manos de los militares, Castillo se encargó de organizar los entonces conocidos como "viajes de la solidaridad", y se embarcó a Costa Rica para ofrecer su apoyo a Dante Polimeni; a Ecuador, para estar con el periodista Alberto Gattás; a Madrid, para dar una mano a Luis Politi, y a París, para colaborar con Juan Carlos Alterio. Gracias a su ayuda, estos artistas, periodistas y escritores pudieron preservar sus vidas en el exilio.
Junto a Fernando Lorenzo, Daniel Talquenca y El Gringo Embrioni, Castillo fundó al poco tiempo, a la vuelta de su café Gargantúa, la “Cooperativa Bitácora”, con la que pretendía alentar exposiciones y espectáculos y propiciar ayuda económica para los artistas. Su calidez y atención suman espesor a esa figura de mecenas local.
“Todos van a coincidir en que fue un tipo generoso al por mayor, siempre atento y presente en cuanto espectáculo o evento podía estar y ayudar . Me sorprendia y alegraba cuando lo encontraba en mis espectáculos apreciando como un espectador común con su sonrisa gigante y su imagen de hermano, amigo , padre protector. Siempre encontré en su mirada paz , siempre me iluminaba al verlo, al abrazarlo intentando protegerlo. Y sentía lo contrario: él era el que te contenía. Nunca pude hacer algo que superara su magnitud de generosidad y hablo de poner el oído, el tiempo”, repasa el actor Daniel Quiroga.
“Un gran observador de las personalidades de los demás, Nada se le escapaba, sabía del interesado, del talentoso, del que con dignidad no pedía nada. A él solo le importaba ayudar sin recibir nada más que la gran satisfacción de haber tenido la suficiente intuición de ayudar al artista que más lo necesitaba. Por ello daba todo. Viajó por el mundo, conoció otras culturas que lo hicieron aún más humilde y sabio”, subraya Lila Lenvinson.
El escritor Julio González vuelve a un momento clave: “Cuando se comenzó a sentir la represión aquí en Mendoza, me lo encontré cerca del Automóvil Club y me dijo ‘¿Qué hacés acá? Tomátela’. No porque yo fuera excatamente militante, sino porque él sabía lo duras que se pondrían las cosas. Me ofreció ayuda; de hecho, ayudó económicamente a un amigo mío, periodista, para que se ocultara dos meses en San Rafael. Y mucho depués me enteré de que le salvó la vida a unos cuantos más. Sin contar los muchos libros de autores jóvenes o sin recursos que se publicaron gracias a él y los muchos cuadros que adquirió de pintores de acá”.
Casi ni hace falta decir que avaló el pincel a Gastón Alfaro y que Carlos Levy le debe la edición de su libro “La memoria y otras piedades”. Entre los poetas, admiraba a Víctor Hugo Cúneo y hasta le escribió una obra teatral llamada “Cúneo o la inmolación de la poesía”, publicada por Ediciones Culturales en el 1995.
Dijo Castillo de Cúneo: "Era un idealista. Un trasgresor. Nunca la sociedad lo conoció bien. Después de su muerte, se me ocurrió pensar si no era una irreverencia seguir vivo. Sufrí profundamente". Cuando Cúneo se incineró en la plaza Independencia, en 1969, el Negro estaba en la base de Houston presenciando la llegada del hombre a la Luna.
Con el paso de los gobiernos y las crisis, él también sufrió embates anímicos y económicos. Parte de su fortuna quedó atrapada en el ‘corralito’ y, más tarde, debió enfrentar la enfermedad de Parkinson. Al cabo, después de una larga indiferencia, le fue otorgada la Distinción Sanmartiniana”.
El Negro tenía su casita inundada de la historia del periodismo de Mendoza. Y sí: también había sido periodista en las páginas de “El Diario”. Porque además de filósofo, viajero y mecenas, es autor de un voluminoso libro sobre el periodismo mendocino. Una investigación voluminosa que abarca un siglo, 1850-1950, de la que surge una historia paralela de Mendoza.
Como gestor cultural, hay que destacar que hizo lo necesario para traer a Guayasamín. “Era un organizador nato de eventos y gestión para producir una expo, un concierto, presentar un libro, caminaba radipdito, iba de acá para allá y nadie le negaba nada porque a todos les había estirado la mano”. Entre otras muchas acciones de mecenazgo, Castillo donó el escenario, las 250 butacas y la consola de luz de la Sociedad Argentina de Actores; el mobiliario para el Círculo de Periodistas de Mendoza y la madera para el escenario y granito del célebre teatro TNT.
En ocasiones, compartía un café con Carlos Levy y Sara Rosales, para mantener encedida la llama de la inspiración que agitaban las conversaciones de Pantagruel.
En una de esas charlas íntimas, dijo: “Quiero que me recuerden así, como cuando andábamos por las veredas, juntándonos, haciendo cosas...”
Julio Castillo es -y no dejará de ser- un personaje mítico del centro mendocino, y sería imposible escribir la historia de la cultura local sin él.