Uno llega desprevenido, sabiendo lo que hay que saber: cuestiones geográficas, algunas costumbres y lo que un viaje anterior dejó. Aún así se encuentra sujeto a lo que la Quebrada quiera ofrecer, ese día preciso en el que arriba, desprevenido.
Una banda de sikuris atraviesa la calle principal de Tilcara. Los jóvenes cargan mochilas de acampe mientras sus bombos, redoblantes y sikus repiten una marcha al paso. Van al cerro, nos explican, a la Virgen.
Casas de adobe, algunas de cemento, tiendas de souvenires y de diseño jujeño, restaurantes regionales, dos plazas, una iglesia y el Pucará; también la ganadora del concurso de Cocineros Argentinos, apretado todo entre las montañas de uno de los poblados más atractivos de la Quebrada de Humahuaca. Eso es lo que se sabe se hallará en Tilcara. Sin embargo cuando una tropilla de llamas pasa presurosa por las terrosas arterias, amontonadas y lookeadas de ambiente quebradeño, uno intuye que este viaje traerá algo más. También van para la Virgen.
Petisa amalgama de barro, paja, madera y cardones se replican en las callejuelas que trepan; en los frentes de puertas anchas y ventanas abiertas para recibir al sol; los perros descansan y no ladran al paso del extraño; no hay oxígeno para tal esfuerzo. Una abuela colla pasa con su sombrero y la bolsita de las compras; otra vende yuyitos en un escalón de la calle opuesta; los vecinos cruzan y saludan al que llega, desprevenido. Más grupos pasan concentrados, gregarios, como las llamas; se dirigen a Tumalito, el cerro por el que ascienden justo en el límite entre Tumbaya y Tilcara, hacia el santuario de la Virgen.
Pocos acontecimientos conmueven más que las manifestaciones de fe de un pueblo, sea cual fuera, de cualquier creencia y lugar del planeta. Emociona la capacidad de creer, las prácticas que acompañan la esperanza y en la Quebrada como en la Puna, donde la geografía y el clima mucho impiden, los sentimientos afloran en cada rito, en cada ceremonia, en cada fiesta. Entonces los Carnavales son únicos, extremos y la Semana Santa también, expresiones de identidad, de pertenencia, de cultura ancestral y tan viva, que emociona al desprevenido.
Una Virgen, dos imágenes y una una misma fe
Fue en 1835 cuando la Virgen se le apareció a un esclavo en Punta Corral. Al día siguiente el hombre encontró grabada en una laja la imagen que inconfundiblemente era la de Nuestra Señora de Copacabana. La piedra fue llevada a Tilcara pues Tumbaya no contaba con un templo. Cada tanto desaparecía y era rescatada en el Abra de Punta Corral. Quería su santuario cerca del cielo, afirman. Cuando Tumbaya tuvo su iglesia reclamó la pertenencia de la Virgencita; gran lío se armó. Durante largo tiempo desaparecía de una y otra capilla, pero no por obra del Espíritu Santo, más de bien de traviesos feligreses que la tomaban prestada de pueblo a pueblo. Tal fue el derrotero de la imagen viajera que dos santuarios se erigieron en el cerro, cada uno con su propia imagen.
La fe de los mayores
Todos los años, los días miércoles, jueves y viernes anteriores al Domingo de Ramos, se realiza una peregrinación acompañada por más de 40 bandas de sikuris, de unos 70 miembros cada una, hasta el Santuario de la Virgen de Copacabana, situado en Punta Corral, a 3.700 m.s.n.m. y a 24 km de Tumbaya. Se accede por una angosta y escarpada senda que pone a prueba a los promesantes, más de 20.000 por cierto. El esfuerzo es mayúsculo entre cerros de colores y cardos que se suman con sus brazos abiertos a la manifestación. La fuerza musical se propaga a kilómetros en la Quebrada, y la fila que camina sin pausa se renueva a diario hasta el atardecer del Domingo de Ramos, cuando la Madre desciende con los suyos, a la iglesia de Tumbaya.
A pocos kilómetros, en Tilcara, días antes al Domingo de Ramos todo se estremece. Miles de personas ascienden un complicado sendero -otro, el suyo, el propio- para levantar sus plegarias a su Madre a la que hicieron con un pedacito de la laja en la que apareció la Virgen hace más de 180 años. Suben con víveres y carpas; algunos llevan llamas de carga. Tardan de 8 a 12 horas para arribar al Abra de Punta Corral donde está su santuario, a más de 4.000 metros. El miércoles Santo regresarán en peregrinación a pura música y mística. Abajo el pueblo prepara la bienvenida, el portal de la iglesia de San Francisco ornamentado con flores frescas, humildes, como los que acá, y extremadamente bellas, como la gente que expresa su fe colocando ramitos y moños en cada árbol o poste de luz.
Durante el Viernes Santo es al Cristo Yacente al que se dedica el amor quebradeño. Bellas ermitas artesanales realizadas con flores, semillas y frutos representan las estaciones del Vía Crucis y los pobladores acompañan el camino de Jesús hasta su muerte. El sentimiento es el que ilumina la noche más oscura de la fe católica.
Ferias de Pascuas
Durante el Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección hay una tradicional congregación de gente de todos los pueblos de la Puna, quienes traen sus productos para el canje en las localidades de Yavi y Abra Pampa. Sombreros, barracanes, ollas y tejidos, así como sal, charqui y frutas secas, en las carpas donde se festeja a Jesús Resucitado.
Lágrimas en la Puna
200 kilómetros más al Norte, en el histórico pueblo de Yavi, en plena Puna, un caserío de monótono color tierra, de una sencillez estrepitosa en su letargo de varios siglos, los cantares a modos de lamentos, doloridos, anuncian el arribo de las Doctrinas. Se trata de procesiones de mujeres, llamadas familiarmente "lloronas". En el ambiente desolador de la iglesia que ostenta oros de un lejano pasado próspero del que sólo quedan ruinas y algunas pinturas o marcos dorados, los fieles buscan escaleras como en Andalucía, para bajar del madero a Jesús Nazareno. Es Viernes Santo y junto a la Dolorosa salen a las calles llevando al Cristo entre canciones de adoración y rezos, durante una larga noche de velatorio y pesar genuino.
Como todo por aquí, lo indígena y lo traído de España encastran, incluso en los cánticos que llevan la voz andina, su tono, su sentimiento y entre tanto alude a algún canto gregoriano.
Allá arriba donde el aire resulta escaso y el viento arrastra tierra y traslada los llantos a kilómetros de distancia, hubo un Marquesado, el de Tojo, con una pequeña corte y muchas ínfulas. De la estancia del marqués surgió la capilla que se terminó de construir en 1690. En su interior, tres altares laminados en oro, un púlpito; las ventanas son de piedra ónix y se resguardan pinturas del siglo XVI del Cusco. La Casa Hacienda del Marqués, conserva muchos muebles y la historia de un vergel próspero que no fue. Vale la pena visitarlo.
Afuera, a un lado de la plaza una mujer tiende un mesón con sus cacharros de barro. Los precios son irrisorios. Mientras sonríe a los compradores, guarda espacio para la tristeza del Viernes Santo.
Más información:
www.turismo.jujuy.gov.ar
Línea gratuita 0800 555 9955