A fin del año pasado, y después de haber publicado varias novelas entre las que se cuenta “El vampiro argentino”, y ensayos como “Los gauchos irónicos”, Juan Terranova estrenó “Puerto Belgrano”, una valiosa novela ambientada en los años de la Guerra de Malvinas.
Su rol como coordinador del área de investigación del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, propició el encuentro con muchísimos veteranos que le dieron sus testimonios, fundamentales para la riqueza del relato.
Mano a mano con un autor que se muestra muy seguro de lo que hace y que no teme dar opiniones que van a contramano de algunos consensos.
- ¿Decidiste escribir un libro sobre Malvinas a partir de tu trabajo en el Museo?
- Sí. Ya hacía un tiempo que estaba todo el día con Malvinas y empecé a pensar qué escribir sobre el tema. Era difícil porque entrevisté como a sesenta veteranos, una actividad que sigo haciendo y que siempre me rinde mucho en muchos sentidos, y tenía mil historias.
Cada veterano de Malvinas es un libro. O dos, o tres. Pude escribir mi novela cuando empecé a dejar historias afuera, a descartar datos, información. Escribía y pensaba: “Bueno, esto está bien, pero es para otro libro”.
Malvinas es una máquina de producir historias y sorpresas. Para escribir sobre el Atlántico Sur hay que enfriarse y saber cortar, saber elegir, saber sintetizar. La historia habla con muchas voces alrededor de Malvinas. Hay que saber tomar de ese caudal.
- ¿Cómo fue tu relación con el tema Malvinas de chico, cuando se produjo la guerra, y cómo fue evolucionando a lo largo del tiempo?
- Yo tendría unos diez años. Mi viejo había dejado el auto, un Taunus, en el taller así que hicimos algo excepcional, algo que nunca hacíamos juntos. Tomamos el Sarmiento hasta Ramos Mejía.
De Caballito a Ramos Mejía, a ver a mis abuelos. Yo miraba por la ventanilla. Me gustaba el paisaje. El Sarmiento siempre fue parte de mi vida, siempre viví en el Oeste, en la línea Rivadavia, por decirlo de una manera. En un momento, entra al vagón un hombre al que recuerdo muy alto, vestido de verde y le empieza a dar a los pasajeros banderitas argentinas. Mi viejo dice: “Parate, vamos a saludar a ese señor que estuvo en la guerra”. Nos paramos, mi viejo le preguntó en dónde había estado.
Hablaron de cosas que yo no entendía, pero que intuía, o que fui imaginando con el tiempo. Regimiento, unidad, lugares de Malvinas, supongo. Al final mi viejo le dio dinero y lo abrazó, le deseó lo mejor, le dijo que no bajara los brazos. Yo me quedé con la banderita. Ése es mi recuerdo. Es de la posguerra, no de la guerra, pero creo que es válido.
- ¿Sos consciente de que los escritores de tu generación no suelen meterse en este tema? ¿Desinterés, ignorancia, temor?
- No estoy de acuerdo. Los de mi generación escriben sobre estos temas y lo hacen como pueden, muchas veces bien, o por lo menos de formas que me interesan. Cito "Cataratas" de Hernán Vanoli que tiene un pasaje increiblemente bueno sobre Malvinas, o "La construcción" de Carlos Godoy. Los que creo que siguen haciendo las mismas cosas, repitiendo lo que escribían cuando eran jóvenes, son los empezaron a publicar en los años '80.
César Aira, Daniel Guebel, Bizzio, incluso Alan Pauls, me parecen escritores geniales, siempre los leo con interés. Pero Aira sobre todo se repite mucho. Y siempre es el mismo mecanismo. Creo que César Aira envejeció mal. Es como si no supiera ser viejo, como si hubiese pasado de la vitalidad a la esclerosis sin el momento de madurez.
Sus libros ya no sorprende. Casi que no tiene nada más que decir. Se transformó en un clasicista que busca variaciones sin encontrarlas. Que no queden dudas, es genial, y siempre me interesa leerlo, incluso cuando aburre, pero no entró en la gran aventura dialéctica argentina que es la política, ese pantano fluorescente. En ese sentido lo percibo como un escritor muy liberal, un escritor de la vieja UCD, con esa gestualidad. Bueno, lo maté. Pero él se la busca (risas).
- Como no da notas, no te va a poder contestar, al menos no por esta vía... En fin, volviendo a tu libro: ¿qué tipo de investigaciones tuviste que encarar para escribirlo?
- Lo único que tuve que hacer, más allá de leer y entrevistar veteranos, es escuchar a Mario Volpe, un ex combatiente del Regimiento 7 de La Plata, presidente del Centro de ex combatientes Islas Malvinas de La Plata, y la persona que conozco que más sabe sobre las islas, la guerra, el Atlántico Sur y la Antártida. Escucharlo cuando habla, cuando hace silencio, cuando no habla. Volpe siempre lee bien. Lee bien los libros, las situaciones, la política, la geopolítica, Malvinas...
- ¿Por qué elegiste un protagonista católico, lo suficientemente conocedor del cristianismo como para poder remplazar a un sacerdote en un par de instancias de la historia?
- Porque en las trincheras no hay ateos.
- ¿Cómo fue, qué sentiste en tu viaje a Malvinas?
- Viajé justo cuando se estaban por cumplir los treinta y cinco años de la guerra. Me habían dicho que no había que ir al Victory Bar, porque es el bar de los fundamentalistas británicos y los argentinos son mal recibidos. Llegué un sábado y esa misma noche fui. Hablé con gente que había nacido en ese lugar, con trabajadores británicos, con chilenos y con senegaleses.
Nadie me habló de la guerra. Los paisanos del Victory Bar, las mujeres y los hombres que bebían y charlaban ahí, tenían un vago conocimiento de la guerra, y desde luego la rechazaban, pero ese sentimiento no era antiargentino. Lo que encontré en el Victory Bar fue la clase trabajadora, gente que se ganaba la vida en unas islas del fin del mundo.
Algunos estaban contentos, otros querían volver a sus lugares de origen, otros hablaban de sus hijos y lo que esperaban para ellos. La clase trabajadora es igual en todas parte: tiene las mismas aspiraciones, los mismos desvelos y exabruptos, las mismas ilusiones y los mismos miedos en todas partes.
Fragmento
“El Belgrano zarpó el viernes 16 de abril. Era un barco grande, temperamental. Una pequeña ciudad flotante llena de hombres. Casi doscientos metros de largo. Más de veinte de manga y un calado de siete metros. Tenía cañones de 20 milímetros, de 40, de 127 y de 152. Los maquinistas atendían ocho calderas, que movían cuatro turbinas y cuatro hélices. Había nacido con el nombre de Phoenix, había sobrevivido al ataque japonés en Pearl Harbor, había peleado la Segunda Guerra Mundial, había estado en las islas Molucas, en Nueva Guinea, en la reconquista de Filipinas y en la Batalla del Golfo de Leyte, y el general Perón se lo había comprado a los Estados Unidos y lo había bautizado 17 de Octubre. Pero la Revolución Libertadora, histérica e intransigente, le había puesto su nombre definitivo. En algunas puertas todavía se veía el grabado del Ave Fénix volviendo de sus propias cenizas. Era grande, fuerte, con un blindaje en el cinturón principal de 140 milímetros. En maniobras de rutina o entrenamiento, el Crucero ARA General Belgrano cargaba ochocientos tripulantes. En ese viaje de guerra éramos mil noventa y tres. Y todo se planificaba. Todo se verificaba. Las instrucciones llegaban o se daban por escrito. Los hombres hablaban con palabras claras. El barco era un lugar ordenado del mundo. Un lugar donde luchábamos contra el caos, contra la desintegración, contra la oscuridad.
Los turnos de trabajo eran duros y ajustados. Tres turnos de ocho horas diarias, fraccionados en dos de cuatro horas para que siempre hubiera un tercio de la tripulación en puestos de combate, un tercio en mantenimiento y un tercio en descanso. Como yo era el oficial de menor jerarquía de los que cubrían las cubiertas bajas, me tocaba de medianoche a cuatro de la mañana, y del mediodía a las cuatro de la tarde. El peor turno porque siguiendo esa rutina nunca se termina de descansar: ni a la noche, ni a la tarde. Pero tampoco importaba porque yo nunca dormía y nunca descansaba. La guardia de cubiertas bajas también me hacía responsable de las comidas, de los horarios, de la limpieza y el orden de los pasillos comunes. Así que después de que el quirófano estuvo listo recorrí la zona que me tocaba, hablé con los marineros y pasé por la armería del barco. El armero que me atendió era albino. Casi no tenía pestañas. Le pedí la Browning reglamentaria de 9 milímetros. Me dio una nueva que tenía grabado “ARA General Belgrano” en la corredera y el escudo argentino en la cacha. Probé el mecanismo. Revisé armadura y cañón. Andaba perfecto. También retiré dos cargadores.
¿Hay librería a bordo? le pregunté al albino.
No sé, teniente. Déjeme preguntar.
Hizo una consulta pero no tuvo respuesta.
Ese mismo día, en la segunda cubierta mientras buscaba el botiquín para verificar que estuviera apto, encontré un pequeño placard donde se apilaban cosas viejas. Había libros que llevaban décadas ahí. Algunos estaban llenos de moho. También vi algunas revistas técnicas sobre navegación y un mazo de cartas con fotos de mujeres desnudas. Mientras revolvía, separé algunas revistas en una caja. Me dio la sensación de que alguien había dejado todo eso ahí desde que el barco había estado en Pearl Harbor”.