Amediados de 2018, los editores de Glifo conocimos a Juan Alcalde, poeta mendocino de acuciante estilo. Acuciante, en la medida en que su letra refleja la constante caducidad del mundo, pintarrajeada a partir de las llagas de su propio semblante.
Ayudamos a darle forma a su libro de poemas, que, luego de diversas tentativas, se dio en llamar Paredones, remiendos de la merma y otras vomitadas. Luego de su publicación, nació una amistad con el autor que hoy, tras su partida, tras su decisión por la partida, nos deja el misterio inevitable de redescubrir una y otra vez el brillo y la zozobra de su ser en cada poema.
Recordamos a Juan, luego de haber degustado su otro arte como gran asador, luego de haber escuchado su otro arte como baterista, sentado a la mesa, eufórico y lacónico en el mismo compás. Nos detalla, con científica precisión, los engranajes de su herida.
Desde niño atravesó los vericuetos de la psiquiatría, los demonios ataviados de psicofármacos. El niño que combate a esos diablos sigue gritando en él.
Y el poeta no escatima recursos a la hora de explotar su propia existencialidad en formas de canallesca transparencia. Aquel infierno químico de la mente también se proyecta en las infames figuras del mundo. El doctor, parece decirnos, ese doctor que juega con su cabeza arrojando pastillas sobre sus hilos, se parece, nos insinúa, se parece demasiado a la sombra que mueve los hilos del mundo.
Dormía en tu dormitorio por el miedo al hambre
Al día siguiente una condena por pagar
Así se arrojaba el poeta, sin escatimar llaga en pluma, a los posibles remiendos de su merma. Como un cazador de incertidumbres, no duda en mostrarnos que aquel infierno químico es, también, una cara del mundo exterior.
Que el timbre promete ser cura al asilo.
Que la promesa se ampara.
Juan conoció la trampa mortal de jugar, de dejarse jugar, de ser jugado, con las partículas de la mente. Nos miraba intentando desenmascarar el abismo que semejante juego conlleva. Quiso desentramarlo. Y, aunque sus manos temblaran, aunque se le crisparan los ojos en el intento, su mensaje está escrito, está signado.
Y el mensaje está claro. Aunque a veces se siente que ese fuego de vivir no vale nada, allí está el sentido, allí está el salto significante: desnudarse, ser esa agonía en carne viva. Por ello hemos catalogado su estilo poético como iconoclasta, puesto que en su letra no deja nada de sí mismo sin sangrar ni mostrar. No pudo evitar mirar un abismo y, antes de partir, quiso detallarnos hasta la última de sus aristas.
Y con el último salto
desnucaremos el grito.