El taller de
José Bermúdez
se pierde en el cruce de un callejón y una callecita de apenas tres cuadras. Está a pasitos del centro pero bien podría ser una casona de San Telmo o de Montevideo. Al costado de la puerta, en el número que indica la altura, hay un papelito pegado: un dos de trazo reciente.
El maestro abre la puerta y, al mismo tiempo, abre la sonrisa. Explica: “Le puse ese dos para que encuentre la casa; le había dado mal la dirección”. Entonces ríe, los ojos claros se le encienden y los surcos del tiempo inventan formas en su frente. A sus 89 años, el buen humor es su mejor amigo.
Recorremos el taller. En ésa, su geografía inventada, los cuadros se ubican como las cuerdas de un piano. Uno pegadito al otro. Hay grabados, dibujos, acrílicos. Enormes y pequeños. De distintas épocas. Pero todas, asegura, las hizo “con gusto”.
-¿Sabe cuántas obras tiene?
-¡Son tantas!
Bermúdez vuelve a reír. Desconoce cuántas obras cobijan esas paredes. Pero sabe cuántas faltan: 90. Con ellas diseñó el extenso catálogo de “90 años, 90 obras”, la muestra que, desde hoy, se exhibe en el Museo Municipal de Arte Moderno (MMAMM). Esta retrospectiva celebra los 90 años que cumplirá en dos meses e incluye 40 inéditos (creados de 2010 a la fecha), 15 dibujos, 15 grabados y otras 20 que ya han girado por diversas galerías de arte.
-Lleva una vida pintando. ¿Cómo se siente?
-Autorrealizado. En una carrera de bicicleta uno siempre quiere ir adelante, por eso pone el esfuerzo y el sacrificio en ello. Pero en la vida no hay quién nos esté esperando para bajarnos la bandera. Todo depende de uno.
Tras el recorrido, volvemos a la primera habitación: allí hay un cómodo sillón, una mesa pequeña y una biblioteca desde la que asoman libros de Carlos Alonso, Guayasamín, Matisse y ejemplares de sus 8 libros editados. En esa habitación, el sol de las cinco es un rayo tibio e intrépido. Se cuela con el trino de las aves y con la amenaza de un viento Zonda que jamás bajará a la ciudad.
El maestro se sienta en un banquito. Las plantas de la ventana le recortan la figura. Se ven verdes, saludables, bien cuidadas. Él, cuenta, es quien se encarga de regarlas. Sobre la pequeña mesa desparrama las carpetas de las distintas series que componen la muestra.
-¿Cómo elige entre tantas obras?
-Por ahí me cuesta. Pero es un ejercicio que hice también para los libros. A veces me arrepiento de haber puesto algunas...
Éste no es el caso. Frente a las 90 reproducciones, Bermúdez es puro entusiasmo. Menciona puntos de vista formales y técnicos (el dominio de colores, el uso de los planos, los por qué) y presenta con micro relatos a los personajes que habitan sus lienzos: mujeres, niños, padres e hijos; escenas costumbristas o rurales. Hay picardía en su decir.
Explica: “En mi obra la realidad es el punto de partida, pero no el de llegada. Mi obra no es realista ni es abstracción pura. Toda mi pintura es rebatida a dos planos; es decir, es de dos dimensiones. No es la pintura clásica con el modelado del cilindro y de la esfera. Es, acaso, más moderna (risas)”.
José Bermúdez comenzó pintando paisajes. Más tarde, el claroscuro de la herencia clásica se rindió a las posibilidades de bidimensionalidad -característica esencial de su obra-. “Sucede que con el tiempo, a uno, la realidad no le conforma. Entonces la realidad se vuelve el punto de partida que luego se simplifica, agranda, estira”.
En esa deformación, espejo de su “modo de sentir”, Bermúdez crea una realidad propia en la que la ternura y la alegría juegan a la mancha. “Detrás de la postura de un artista está lo que piensa y lo que siente. Yo prefiero mostrarme optimista, alegre, con fe, con esperanza. Claro que tuve mi parte dramática también. Pero últimamente le presto más atención a lo positivo de la existencia”.
Mientras habla va hacia la biblioteca; busca entre los títulos y al fin elige: las 130 páginas editadas por Sergio Hocévar (dibujante y escritor) en 2003, que dan cuenta de su primer medio siglo creativo.
Un retrato color sepia lo sorprende en la página dos: “Mire la carita que tenía cuando era chico (sonríe, se queda en silencio)”. Y más allá, una foto del '48 con sus compañeros de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, filial Mendoza: “Ésta fue tomada en una muestra de la galería Giménez, que quedaba en la calle 9 de Julio, frente al pasaje San Martín. Todos ellos fueron amigos y compañeros. El único que sigue vivo soy yo”.
El ring del teléfono nos ubica en el presente: es Pablo Chiavazza, el curador de la retrospectiva. Ambos coordinan los detalles del montaje.
Bermúdez vuelve a ojear “Bermúdez, más de medio siglo de pintura”. Esas páginas, cuenta, atesoran textos de Fernando Lorenzo y que Lorenzo era su amigo. Pensaba, el escritor y periodista sobre el dibujante y pintor: “Toda la serena y meditada y extensa pintura de Bermúdez es una invocación a la luz, a la razón y al amor”.
Entre las páginas que hojea, encuentra los dos murales de gran tamaño (de tres metros y pico”) que retratan el sol y la luna y que, hasta hoy, se encuentran en el lobby de la Facultad de Ciencias Médicas. Por esos años, Bermúdez exploraba las posibilidades expresivas de la chapa de hierro batido.
Ahora hay otro libro en las manos del artista plástico: el que Municipalidad de Capital editó en los ‘90, con 65 grabados. Entre ellos, “Apocalipsis”, una serie de grabados (dramáticos, crudos, irónicos sobre la guerra y la muerte) que data de los ‘70.
Decimos: “Sus grabados se parecen a los grabados con los que Eduardo Galeano ilustra sus libros (N de la R: del artista mexicano José Guadalupe Posada, célebre por sus dibujos y grabados de la muerte o la calavera)”.
Dice: “Galeano es un hombre preocupado por la existencia. Y preocuparse por la existencia es preocuparse por la vida. La propia, la de los demás”.
Fue
Luis Quesada
quien inició a Bermúdez en los grabados, allá por el ‘50. “Éramos cuatro amigos: Quesada, Santángelo, Mario Vicente y yo. Un día estaba en casa dibujando y cayó Quesada; él acababa de volver de Chile, en donde había aprendido la técnica y acá había formado ‘El club del grabado’; imprimía un grabado por mes, de distintos pintores. Me dijo: ‘Vengo a que me hagas un grabado para el club’. Yo no sabía hacer grabados pero él me convenció. Me entusiasmó, nomás”.
-Sus grabados tienen una marcada carga social y dramática.
-Muchos datan de mediados de los '70, en plena dictadura militar. El clima social era lamentable; estaban todas las cosas mal: había miserias, crímenes, robos. Por eso la mayoría de esos trabajos tienen una expresión dramática. Bueno, ahora también pasan cosas espantosas.
-¿Volvió a trabajar en esta técnica?
-No, porque no tengo tiempo y porque tendría que tener un taller para sacar copias. Estos trabajos (señala varios de los que estarán en la muestra) están sacados a mano, con el taco de linóleo o de madera.
Pero a Bermúdez también lo desvelaron “las personas que doblan la espalda”: viñateros, campesinos, guitarreros, ‘criaditas’; gente humilde que afronta la vida. “Mi deseo es que esa forma, esos colores, cautiven a alguien y que esa persona saque sus propias conclusiones; que le encuentre expresión a cualquier estado de ánimo”.
El timbre interrumpe su relato. Es un cobrador. José Bermúdez paga. “Con yapa y todo”, avisa. Ríe una vez más; ofrece gaseosa y se disculpa por no tener bombones.
-¿Qué le dejó su oficio?
-Me dejó ser. En la plaza San Martín hay una palmera de unos 20 metros de alto pero así de finita (marca el diámetro con las manos). Arriba, al final, se abren todas sus ramas. Cuando la miro pienso en el esfuerzo; la naturaleza manda, por ese tronco tan finito, que suba un chorrito de agua, que se absorba, para que, al final, se extienda en una rama. A nosotros nos pasa lo mismo: tenemos la misión de ser y de crecer; ser, de aquello que la naturaleza nos brindó y luego cultivarnos, crecer.