Desayuno junto a la ventana abierta un sábado de setiembre mientras truena y llueve. El cielo está plomizo pero entreverado de las punzadas de luz de un sol que se obstina en asomar. Reina un bochorno tropical y, aun así, cierta intuición de frescor anuncia el otoño que se acerca. De repente escampa; los coches emiten al pasar un siseo de agua y la calle se llena. Veo familias con sus hijos en la alborotada calma del fin de semana. Y adolescentes solos en pequeñas manadas. Hay niños felices, niños que van delante del grupo dando brincos, niños modosos que parecen adultos, niños rémora que van colgando de las manos de sus padres, niños acongojados arrastrando los pies que tal vez tengan un fantasma que les muerde las tripas. Igual que los montoncitos de quinceañeros: los hay de todo tipo. Cardúmenes felices o chavales sombríos que, aislados de los demás, dan patadas al aire al caminar. Todas ellas, todos ellos, comenzarán las clases en dos o tres días (cuando lean este artículo ya llevarán unas dos semanas). Según Unicef, uno de cada diez está sufriendo acoso escolar. He visto pasar a muchos más de diez: todos esos críos acarreando su infierno. Espantados del futuro que se les acerca. Y los otros, los otros también cuentan: los verdugos. ¿Cuántos de los chicos y chicas que están caminando bajo mi ventana son verdugos? A los padres les suele preocupar que su hijo sea una víctima, como es natural, pero a menudo ni siquiera se plantean que sea un torturador. Pero ahí están, existen. Los verdugos y los cobardes que los secundan.
Solemos hablar de la depresión de la vuelta al trabajo y de la aspereza de la vida adulta. Nuestra memoria, que es una cuentista piadosa, suele adornar y mitificar la infancia. Yo más bien creo que es un tiempo de dolor y de terrores; de suprema indefensión e incomprensión del mundo. Y, además, de ella depende gran parte de lo que somos. "El niño es el padre del hombre", dice un verso de Wordsworth reconociendo ese peso fundacional de nuestra niñez. Soy peleona y confío en la capacidad de superación del ser humano, pero a veces el maltrato es tan extremo que algunos no lo logran. Conozco mujeres y hombres a los que el acoso infantil ha dejado una herida indeleble. Y luego están los que sucumbieron.
Jokin, de 14 años, que se mató en 2004 arrojándose al vacío desde la muralla de Hondarribia tras ser atormentado durante dos cursos por sus compañeros. Fue la primera vez que se habló masivamente del acoso escolar en nuestro país. O Carla, de 14 años, que se despeñó desde un acantilado de Gijón en 2013; era estrábica y le hicieron la vida imposible. Y Arancha, de 16, en 2015 y en Madrid, con incapacidad intelectual y motora, que se tiró por el hueco de una escalera desde un sexto piso tras ser atormentada públicamente por un compañero sin que nadie hiciera nada. O Diego, también en Madrid, que se arrojó desde una quinta planta en 2016 con tan sólo 11 años. Todos ellos volando hacia una muerte que parecía mucho más dulce que sus vidas. Una excepción en el método fue Lucía, de 13 años, que se ahorcó en su casa de Murcia el año pasado. Sus compañeros le clavaban lápices en la espalda.
Necesitamos campañas nacionales, anuncios en televisión, una ley estatal. El último informe de Aldeas Infantiles SOS evidencia que ni siquiera hay datos muy fiables (un indicio de nuestra falta de interés). Según el Ministerio de Educación, el acoso en España es del 3,8%. Según PISA, del 6%; Save the Children habla del 9,3%, y Unicef, ya lo dije, del 10%. Yo creo que en realidad- la incidencia debe de ser mayor. Las fundaciones ANAR y MM dicen que uno de cada tres niños ha visto situaciones de acoso en su clase, y un reciente trabajo de la Universidad Politécnica de Valencia establecía que el 24% de los alumnos lo habían sufrido en alguna ocasión. El informe Cisneros, un gran estudio de 2006, apuntaba un dato estremecedor: un 3,8% de los alumnos señalaban a los profesores como autores del maltrato que recibían. Veo pasar a los niños y a los adolescentes bajo mi ventana, cada uno arrastrando el secreto de su herida, de su terror o de su crueldad, y me pregunto: hasta cuándo vamos a permitir que suceda esto.