La dicha y fortuna me fueron esquivas, jirones de ensueños dispersos dejé...
San José de Flores, tango de Enrique Gaudino
El divorcio debió de producirse mucho antes. A mediados de 1959, por ejemplo, cuando se confirmó que la Revolución destinada a sembrar el bienestar y la justicia en Cuba y en América Latina había fusilado en seis meses a medio millar de opositores, condenados en los llamados Juicios Revolucionarios.
Pero en aquel entonces era casi un desatino pretender que los intelectuales y artistas occidentales abandonaran las fantasías impulsadas por las imágenes reproducidas en las carátulas de todos los diarios del planeta: las tropas del Movimiento 26 de Julio, fusiles en alto, irrumpiendo en La Habana, con Fidel Castro y el Che Guevara a la cabeza.
En su libro “Y Dios entró en La Habana”, Manuel Vázquez Montalbán registra ese fenómeno: “En 1961 la Revolución Cubana estaba mimada por la inteligencia de izquierdas del mundo y La Habana, como el Moscú de 1920, fue la Meca de todos los violadores de códigos del mundo”.
Eso incluía a los jóvenes de mi generación, que amanecíamos en los cafés de Buenos Aires conversando de libros y pinturas y soñando con diseminar por el continente aquel sueño concretado en el Caribe. Algunos nos desengañamos al cabo de un par de años, cuando se hizo evidente el viraje estalinista del régimen, pero muchos conservaron la esperanza y hasta se costearon un viaje a la isla para participar de la zafra azucarera.
Ni siquiera hubo reacciones o protestas cuando, en 1964, el Che Guevara reconoció los fusilamientos ante Naciones Unidas: “Nosotros tenemos que decir aquí lo que es una verdad conocida, que la hemos expresado siempre ante el mundo: fusilamientos, sí, hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”. Los fusilamientos siguieron hasta 2003 y, aunque no se conocen estadísticas sobre el número de ejecutados, no cabe duda de que fueron miles.
Solo el escandaloso “Caso Padilla” provocó, en 1971, una reacción importante de intelectuales latinoamericanos y europeos. Desde la publicación, en 1968, de su libro “Fuera de juego”, Heriberto Padilla recibió duras críticas de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
Encarcelado en 1971, se lo liberó a los 38 días con la condición de que -como un redivivo Galileo- abjurara de sus ideas y renegara de sus obras.
La protesta se materializó en una carta a Castro que, entre otros conceptos expresaba:
“Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de confesión que ha firmado Heberto Padilla solo puede haberse obtenido mediante métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. El contenido y la forma de dicha confesión, con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la Uneac, en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerda los momentos más sórdidos de la época del estalinismo, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas. (...) El desprecio a la dignidad humana que supone forzar a un hombre a acusarse ridículamente de las peores traiciones y vilezas no nos alarma por tratarse de un escritor, sino porque cualquier compañero cubano -campesino, obrero, técnico o intelectual- pueda ser también víctima de una violencia y una humillación parecidas. Quisiéramos que la Revolución cubana volviera a ser lo que en un momento nos hizo considerarla un modelo dentro del socialismo”.
Entre otros, firmaban Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Marguerite Duras, Giulio Einaudi, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Juan Marsé, Carlos Monsiváis, Alberto Moravia, Pier Paolo Pasolini, Alain Resnais, Juan Rulfo, Nathalie Sarraute, Jean-Paul Sartre, Jorge Semprún, Susan Sontag y Mario Vargas Llosa.
El remedio resultó peor que la enfermedad: acosado por conspiraciones y tentativas de desestabilización (ciertas), el castrismo endureció su política cultural y decenas de escritores debieron exiliarse. Entre ellos, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Armando Valladares, José Manuel Prieto, Norberto Fuentes o Zoe Valdés.
El caso de Arenas fue particularmente dramático. Perseguido por disidente y por homosexual, sufrió cárceles, humillaciones y torturas.
Exiliado en Nueva York y enfermo de VIH, el 7 de diciembre de 1990 escribió esta carta:
“Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. (...) Les dejo pues, como legado, todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Solo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país”.
También fuera de las fronteras de la isla la lista de fieles fue menguando, hasta reducirse a algunos integrantes del boom de los años ’60 y ciertos partidarios de las guerrillas, hoy casi todos fallecidos. Para los escasos creyentes de aquella devoción por Fidel Castro seguía siendo un testimonio -aunque cada vez más vago y brumoso- de la huidiza quimera que quizá haya dotado de sentido a sus obras y sus vidas.
Qué quedará de todo esto es un misterio que sólo el tiempo develará. Por el momento, la decisión de incinerar sus restos es la única (y provisional) respuesta a ese interrogante: polvo, cenizas.