La suya es una silueta oronda e impecablemente vestida que inhala con vehemencia su cigarrillo electrónico: tuvo que dejar de fumar hace algunos meses por los achaques de la edad.
A punto de cumplir 84 años, Sempé aparece sentado en un rincón del pequeño espacio que su galerista tiene en Saint-Germain, el barrio parisiense donde ha transcurrido buena parte de su existencia, donde cuenta con Catherine Deneuve y Patrick Modiano como vecinos más ilustres.
Gran figura del dibujo del último siglo, autor de centenares de viñetas entrañables pero increíblemente afiladas, Sempé obtuvo la fama en los sesenta ilustrando “El pequeño Nicolás”, de René Goscinny.
Desde entonces, se ha pasado media vida diseccionando las ridículas costumbres del tiempo que le ha tocado vivir, trazando a oficinistas deprimidos, esforzados ciclistas, músicos sin la partitura aprendida, astronautas polígamos y otros hombrecillos con diversas inquietudes metafísicas (además de numerosos gatos, en un gesto de inaudita modernidad).
Responsable de una treintena de álbumes y de un centenar de codiciadas portadas de The New Yorker, Sempé regresa a las librerías con “Marcelín”, uno de sus volúmenes de los sesenta.
-Su biografía empieza con una recompensa: ganó un premio al bebé más guapo de Burdeos, su ciudad natal.
-Vaya a saber qué quería decir eso en aquella época. Debía ser el bebé más gordo, porque entonces un bebé tenía que rebosar por todas partes…
-¿A qué se dedicaban sus padres?
-Tuvieron vidas difíciles. Hicieron lo que pudieron. Mi padre adoptivo, Monsieur Sempé, era representante comercial. Vendía latas de conserva. Mi madre cosía y limpiaba. No tenían nada, lo que comportaba muchas peleas, entre ellos y contra mí.
-Usted fue hijo ilegítimo. ¿Nunca supo nada de su padre biológico?
-Nunca quise saber. No quería poner a nadie en aprietos. No deseaba presentarme en casa de una familia bien asentada y preguntar: "¿Vive aquí mi padre?". No, nunca lo fui a buscar. Hubiera sido un jaleo.
-¿Cómo llegó al dibujo?
-Era más fácil encontrar un folio y un lápiz que un avión o un piano Steinway, por citar mis demás pasiones. En realidad, estaba loco por la música. Especialmente por el jazz, que ha sido la música del siglo XX. Hubiera hecho cualquier trabajo, pero todo el mundo me rechazó.
-¿Cuál fue su primer dibujo publicado?
-No quiero hablar de él. Lo publiqué a los 18 años en Sud-Ouest, el diario de Burdeos. Era una catástrofe. Si me lo publicaron fue por pura amabilidad, tal vez esperando que algún día lograra hacer algo digno.
-Se le suele tratar de nostálgico. ¿Qué hay de cierto?
-Es verdad. Hay varias cosas que echo de menos. El papel, las plumas y la tinta que ya casi no se fabrican. O la Francia de otro tiempo, un país agradable y campechano que ha desaparecido. Ahora ya no hay sentimientos…
-¿En qué sentido?
-La vida se ha vuelto muy dura. Solo consiste en trabajar y consumir. Todo va a una gran velocidad. Los pueblos se expanden y los países se entremezclan. Es una sociedad violenta, en la que cuesta hacerse un lugar. Los fuertes aplastan a los débiles y ya casi no existe la piedad. Lo llevo mal, porque esa brutalidad no me gusta.
-Siempre ha sido un gran defensor de la bondad.
-Pienso lo mismo que Vasili Grossman, el autor de Vida y destino. Tuvo una existencia infernal, pero al final de su libro afirma: "Solo creo en la bondad". Yo diría lo mismo.
-En Francia se le suele tildar de moralista. ¿Se lo toma como un insulto?
-No sé qué querrán decir con eso…
-Tal vez que sigue creyendo en el bien y en el mal.
-Es así, por desgracia. Ya no está muy de moda ser así. Es como de otro tiempo.
-¿Es conservador?
-No entiendo cuál es la relación. A uno le puede gustar la música clásica o la arquitectura del siglo XVII sin ser un retrógrado, ¿verdad? Pues con este tema sucede lo mismo…
-¿Qué es para usted dibujar?
-Es un oficio que parece sencillo, pero no lo es. Es como cuando veo a los trapecistas de un circo. Me digo que lo que hacen es muy fácil, pero si decidiera subirme al trapecio me daría un tortazo importante. Con el dibujo sucede exactamente lo mismo.
-¿Cree en la inspiración?
-Solo cuando llega. Cuando no llega, dejo de creer en ella.
-¿Qué hace cuando no llega?
- En realidad, solo cuenta el trabajo, por mucho que me fastidie. La inspiración hay que ir a buscarla.
- ¿Le ayuda observar la vida de sus semejantes?
-Darme un paseo por mi barrio me ayuda a vivir y, por consiguiente, a dibujar. Pero no existe una relación directa. Nunca me he nutrido de mi biografía. En realidad, no puedo contarle cómo funciona, porque no tengo la menor idea. Es un misterio bastante desesperante. Si alguien le da la receta, dígale que me llame.
-¿Qué ha aprendido en estos 50 años largos de carrera?
-Que soy más tonto de lo que creía. Que soy torpe, perezoso y desordenado. Que soy un hombre aturdido.
-¿Sigue dibujando?
-Sí, pero ya no todos los días. Me resulta extraño, porque antes lo hacía sin parar. Ahora soy un hombre viejo. Me siento cansado. Ya ni puedo ir en bicicleta, una de mis grandes pasiones, porque se me estropeó una pierna tras un accidente vascular…
-¿Por qué no le gusta la palabra obra?
-Demasiado pretenciosa. En el fondo, usted y yo no dejamos de ser personas corrientes. Cuando veo a un tipo que habla de su obra como si fuera La Gioconda, me entra la risa.
-Es por modestia, entonces.
-No, más bien por un deseo de ser preciso respecto a lo que pienso de mi trabajo. Llamarlo trabajo, oficio o incluso curro me parece bien. Cualificarlo de obra, no.
-¿Firmar su primera portada para The New Yorker fue uno de los grandes orgullos de su vida?
- Fue un enorme placer, se lo confieso. Pero no me haga describírsela; mejor se la enseño… [abre un libro que contiene el dibujo: un oficinista con cuerpo de pájaro que duda en salir volando por la ventana]. Este buen hombre podría escapar, porque lo tiene todo para poder hacerlo, pero no se decide. Esa es la condición de muchos seres humanos.
-¿Todos somos prisioneros?
-Eso parece. Tanto si hemos elegido nuestra vida como si no. Pero no me haga hablar de estas cosas. Mejor pregúnteselo a Nietzsche o a Pascal.
-Ya, pero están muertos.
-Ah. Por eso nunca responden cuando los llamo.
- ¿Diría que la amistad ha sido su tema principal?
-Nunca fui consciente de ello. A fuerza de escucharlo, un día me puse a mirar mis dibujos y me di cuenta de que era verdad. Me parece un elemento muy importante en la vida. La amistad es algo maravilloso, a la vez que extraordinariamente difícil…
-¿La considera efímera?
-No, la considero frágil. Igual que el resto de sentimientos humanos, a excepción de la barbarie.
-¿La amistad sustituyó a los afectos que no tuvo de niño?
- Sí, sin lugar a dudas. Le contaré otra anécdota: mi músico favorito, Duke Ellington, que es un hombre que logró todas las recompensas y sedujo a todas las mujeres que uno pueda imaginar, solía decir, al final de su vida, que lo que había contado más era encontrarse en los brazos de su madre cuando era pequeño…
-¿Por qué nunca le interesó la caricatura política, tan de moda en la Francia de los sesenta y setenta?
-Porque no me gusta, no me interesa y no sé hacerla. La actualidad me importa poco, y en la caricatura política solo suele haber buenos y malos. La realidad es más complicada, a no ser que aparezcan Hitler, Stalin o Mao. A mí me gustaban esos estadounidenses de origen judío centroeuropeo, como Chas Adams o Saul Steinberg, que practicaban el arte de la lítote, esa figura retórica que consiste en decir poco y expresar mucho.
-¿Qué relación mantuvo con sus compañeros de revistas satíricas como Le Canard Enchaîné oCharlie Hebdo?
-Éramos colegas. Debutamos a la vez, pero nunca nos llevamos bien. Éramos demasiado distintos…
-¿Ideológicamente?
-No, más bien biológicamente (ríe).
-¿Cómo fue trabajar con René Goscinny, con quien creó El pequeño Nicolás?
-Lo conocí a los 20 años. No le puedo explicar por qué nos caímos tan bien. Sería como detener a una pareja por la calle y preguntarles: "¿Por qué se aman? ¿Qué le encuentra usted a este tipo?". Es imposible describirlo…
-¿Por qué tuvo tanto éxito El pequeño Nicolás?
-Muy fácil: porque nació pasado de moda.