Usted dibujaba en una entrevista reciente un panorama actual poco halagüeño. "Vivimos", decía, "en una época tonta, especialmente estúpida y con una enorme pereza mental en gran parte de la gente. Me parece grave porque no tiene casi vuelta de hoja". Si ve así nuestro tiempo, ¿cómo vislumbra el rostro de la humanidad mañana, la del siglo XXII?
-Partiendo de la base de que es casi imposible hacer un ejercicio de imaginación, no digo ya de otra cosa, cien años son tantos… Es más, empezaría por decir que siempre son muchos. (...) Yo diría que hoy en día es aún más tiempo de lo que ha sido a lo largo de la historia. Desde hace unos cuantos años está pasando una cosa muy rara y para mí muy angustiosa. El tiempo, por decirlo de alguna manera, está alcanzando al tiempo. Esto lo he dicho, yo creo, en alguna ocasión… El presente ya es pasado; el presente ya es percibido como pasado.
Lo que acontece inmediatamente pasa a engrosar las filas de lo ya pasado. Se pueden buscar ejemplos inocuos. Uno saca un libro, o alguien estrena una película, y en el momento en que ya sale, se puede leer "se estrena". Ya deja de interesar, o de importar. Rápido: ¿qué viene ahora? Parece como si las cosas, por el mero hecho de hacerse presentes, pasaran inmediatamente hacia el pasado.
-Decía usted que actualmente vivimos en una sociedad tonta.
-Y lo peor, de cara al futuro, de ese siglo XXII por el que me pregunta, es que hay una serie de cosas que me parecen cada vez más irreversibles. Hay gente que piensa que la historia va por ciclos, que hay épocas más tontas y otras algo más inteligentes. Pues yo tengo la sensación de que llevamos ahora demasiados años en que más bien ha habido una especie de deterioro intelectivo, no digamos intelectual, que eso ya es otra cuestión, sino intelectivo general de la humanidad. No así en las ciencias… Por supuesto. En las ciencias, y en los avances técnicos y tecnológicos. Es extraordinario. Incluso en medicina.
El optimismo que se puede tener pensando de aquí a cien años va siempre por ese camino. El de la técnica, de la ciencia, de los avances tecnológicos, que probablemente seguirán siendo muy beneficiosos. Pero…
-Pero será peor en otros aspectos.
-Soy muy pesimista respecto a la evolución de la mentalidad, llamémosla así, del género humano. Me da la impresión de que cada vez la gente tiende a ser más simple, más bruta… y con ufanía de ser bruta. En otras épocas no sabían mucho porque no habían tenido oportunidad. Pero digamos que no había una ufanía de eso, en absoluto. Al revés, había como una especie de añoranza de no haber accedido a una educación, y eso era siempre muy conmovedor. Había incluso una especie de pudor, de vergüenza. Pero esta actitud de complacencia en la ignorancia es la que me invita a pensar que la cosa es irreversible.
- ¿Y a qué se debe este embrutecimiento?
-No me extrañaría que una parte hubiera sido inducida por los responsables de la educación. Se ha convencido a la gente de que, al fin y al cabo, sobre todo desde que existe internet, todo está ahí. Es decir, si uno necesita un dato determinado, pulsa unas teclas y lo encuentra inmediatamente.
Es una información momentánea y utilitaria, simplemente utilitaria, y que por tanto no hace falta ni acumular, ni saber, ni estudiar, ni nada por el estilo. No le resto valor, pero otra cosa muy distinta es la posesión de la instalación en su conocimiento. Del mismo modo que otra de las cosas que me han preocupado mucho, y a la que veo también muy mal futuro, es el uso de la lengua.
-Hábleme de la lengua que emplearemos en el siglo XXII.
-No sé, de aquí a cien años qué se va a hablar, porque cada vez hay más personas que no tienen dominio de la lengua. No es cuestión de cultura. Cada uno hablaba, digamos, a su nivel, con su vocabulario más o menos amplio, o más o menos limitado. Pero hablaban con aplomo, con seguridad y con una buena instalación en la lengua, cada uno en su nivel de léxico, o de capacidad para construir frases acabadas y más o menos inteligibles. La sensación que yo tengo es que ahora la gente chapotea en la lengua.
Todo se confunde, todo se mezcla, da la impresión de que todo sirve; la gente, además, parece que anda muy mal de oído. El otro día oí a un corresponsal -¡por favor, a un corresponsal!- en una ciudad europea diciendo: "No sé quién fue pillado en un fragantis". Todo esto me parece gravísimo, y temo que vaya a ir a más. Y ya se sabe que la manera de expresarse influye mucho en la manera de pensar.
-Me gustaría que hiciéramos un repaso sobre algunas cuestiones de cara al siglo XXII. Por ejemplo, la desigualdad tan tremenda que domina la sociedad de hoy en día. ¿Podremos aguantar así hasta entonces?
-No, no, de ninguna manera. El capitalismo llamado salvaje es muy tonto, muy torpe. No se da cuenta de que esa especie de creencia que se ha instalado, quizá a partir de la caída del Muro, de que ya no existe la posibilidad de otro mundo, es artificial. Es decir, no hace falta que haya una superpotencia a la que se tema, o que pueda financiar a grupos en cada país.
La gente tiene una capacidad de aguante determinada, y superarla puede provocar estallidos y hartazgos. Se van viendo ya avisos de eso. Esa desigualdad cada vez mayor es algo que literalmente clama al cielo, y no, no creo que sea sostenible. O los responsables de todo eso, políticos, financieros, banqueros y grandes empresarios, dicen: "Oye, vamos a reducir un poco esta locura porque se nos va de las manos", o efectivamente se acabará yendo de las manos. ¿Puede haber una revolución como la de 1917? Parece raro, pero no es en absoluto descartable.
-¿Le preocupan asuntos como la superpoblación o el cambio climático?
-Debo reconocer que de una manera muy tangencial. Yo tengo una postura que se podría llamar egoísta, no sé. Es una cierta sensación de que lo que venga después de que yo no esté aquí me atañe poco. A mí personalmente. Es decir, quizá porque no tengo hijos, aunque tengo gente joven alrededor a la que quiero mucho, y evidentemente desearía que pudieran vivir en un mundo lo mejor posible.
Ante estas cuestiones me cuesta tener una preocupación sentida, llamémoslo así. Evidentemente de vez en cuando dices: "Pero bueno, esta gente de ahora está loca", porque se están destruyendo realmente demasiadas cosas y esto va a tener unas consecuencias espantosas. Pero enseguida me entra el egoísmo de pensar que no lo voy a ver, que a mí no me va a tocar.
-¿Y la superpoblación?
-Lo que sí me subleva es que haya todavía, y no solo por la superpoblación, una Iglesia como la católica que esté condenando cosas como el condón. Eso tiene repercusiones, no solo para la superpoblación indeseada o indeseable en muchos sitios, sino también para la transmisión de enfermedades. Hay mucha gente a quien le influye, por ejemplo, en África.
-¿Habrá entonces religiones cada vez más fanáticas y extendidas, o apuntan a su desaparición gracias a la ciencia, al conocimiento?
-Difícil saberlo, de aquí a cien años. Pero, dada esa regresión, no me extrañaría que el fanatismo, y la fe, que siempre es una forma de fanatismo, crecieran en todos los ámbitos. Hay un auge de la superstición, de la eliminación de los matices, y sobre todo de la complejidad. Se buscan cada vez más eslóganes, ser simplistas. Ideas básicas, posiciones extremas, causas con las que dar sentido a la existencia.
Todo se profesa como religión: la defensa de los animales, la defensa de la bici, del ecologismo. La gente se irrita ante la mera disidencia, tiene afán por prohibir cuanto no le gusta. No me extrañaría, por tanto, que crecieran la vehemencia y la irracionalidad de las religiones más extremas. Por cierto, hay un asunto que me inquieta aún más de cara al futuro. ¿Sabe cuál es?
-No sé, dígamelo.
-Las multinacionales y los ejércitos privados. El enorme poder de las multinacionales, que en muchas ocasiones está por encima del de los Estados. Hacen y deshacen sin control. Pagan impuestos o no según les conviene. Nadie las controla. Estamos en sus manos. Pero todavía puede ser mucho peor, porque hay otro aspecto atroz, del que nadie parece ocuparse, y que puede hacer del siglo XXII una auténtica pesadilla: los ejércitos privados. Me parece enormemente preocupante y nadie habla de ello.
Hablé de eso de otra manera en mi novela “Tu rostro mañana”, basada parcialmente en una realidad en la cual los servicios secretos ingleses, después de la caída del Muro, empezaron a ofrecer sus trabajos a grandes empresas, a multinacionales. Y claro, llega un momento en el cual los personajes de esa novela dicen: "Bueno, pero de verdad, ¿a quién estamos sirviendo?". Y es que en el fondo, directa o indirectamente, pueden estar al servicio de un cártel, de alguien con el suficiente dinero para pagarlos.
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