Años atrás, Henry Kissinger sostuvo una noción provocadora sobre Irán. Afirmó que se debía persuadir a la teocracia persa de avanzar de “causa” a “nación”. Significaba que la Revolución Islámica tenía que hacerse cargo de sus responsabilidades como Estado. Algo así como convertir a la pasión en razón. Puede alegarse que el ex canciller norteamericano no sería el más indicado para ofrecer este tipo de consejos pero lo que nos importa es el valor de la idea que tiene una gran base de certeza. Kissinger lo comentó cuando reveló la obvia existencia de negociaciones oficiales y también encubiertas, llevadas parte de ellas por él mismo, con la teocracia persa.
La Casa Blanca, con cada uno de sus últimos inquilinos buscó ese diálogo. Cuando George Bush no lo hizo, el establishment formó en 2006 una comisión bipartidaria integrada por James Baker y Lee Hamilton y le recomendó con severidad que lo hiciera. Hay razones objetivas para ese interés, entre ellas la influencia que el shiísmo persa ha tenido en Irak o la alianza obvia por el histórico desprecio iraní al fundamentalismo taliban de Afganistán, a Al Qaeda y a Osama bin Laden. Ese diálogo ingresó más que últimamente en la vía sinuosa conocida, debido al tironeo por el supuesto arsenal nuclear que estaría desarrollando Teherán para intentar empardar el poder israelí.
Semejante agenda hace del todo incomparables aquellas conversaciones oficiales o subterráneas del Norte mundial, con las que ha emprendido Argentina con la teocracia iraní. Conviene señalarlo porque se fatiga aquí con utilizar aquel espejo para justificar esta experiencia. Lo cierto es que el gobierno argentino, por razones que alimentarían un nutrido puñado de especulaciones, acabó menos negociando que asociado con Teherán en un proyecto que amenaza arrumbar en un callejón la causa por el atentado contra la AMIA. Como alertó el ex canciller Dante Caputo, eso será definitivo si el Congreso avala el memorándum binacional que, precisamente, a nada obliga. El voto legislativo lo elevaría a nivel de Tratado lo que impediría que se lo pueda desarmar para retomar la causa judicial truncada.
Es difícil imaginar qué motivó en Buenos Aires estos pasos. Lo que surge inmediatamente suena pueril, tanto la búsqueda por esa vía de aumentar un comercio que ha sido, de todos modos, pujante; o el producto de una afinidad ideológica que se pretendería por encima de las consecuencias de los atentados. Del lado de Irán todo se ve más nítido. Ese país, como han señalado incluso a este columnista, en Damasco, dignatarios de Teherán, jamás admitió responsabilidad alguna en esos ataques. Esta negociación con Argentina exhibiría que el aislamiento al que Europa y EEUU someten al país islámico no le impide alcanzar acuerdos cruciales con la única nación en el mundo que mantiene un proceso penal contra Teherán. También se trata de un postrero triunfo diplomático para el desgastado presidente Mahmud Ahmadinejad, a punto de terminar su mandato.
Esa cuestión del bloqueo que se agravó en julio del año pasado es central para observar el cuadro completo iraní. Como ya se sostuvo en esta columna, Irán, quinta napa de petróleo mundial y tercer exportador de la OPEP, había apostado a que el embargo devendría en boomerang para las naciones occidentales porque escalaría el precio del crudo acelerando la recesión en esta parte del globo. Pero eso no sucedió. En cambio Teherán, debido al aislamiento, exporta ahora sólo 1,1 millón de barriles diarios, contra 2,3 millones en 2011; es decir, 52% menos o una pérdida anualizada de 48 mil millones de dólares. Esa cifra implica 10% de toda la economía iraní. El quebranto es a la vez origen y consecuencia de una crisis que se refleja en un costo de vida que ronda 23,5% y una desocupación por encima de 13%, según datos oficiales, que otras fuentes elevan a 35%, por ejemplo en el nivel de desempleo industrial.
Ese trasfondo social está en la base de la incendiaria interna que ha descompuesto la alianza entre el guía supremo Ali Jamenei y Ahmadinejad. El líder máximo y el presidente del Parlamento, Ali Larijani, le facturan al mandatario el caos de la economía y cierta flexibilidad ante las presiones de Occidente en el tema nuclear. También, por los costos de una deuda social que se agudizó luego de que Ahmadinejad buscó aliviar el gasto estatal eliminando subsidios al combustible, gas domiciliario y el agua.
El presidente es el gran perdedor de esa batalla, que contrapone la mirada de un halcón que advierte que por ese camino el modelo acabará estallando, y la de los clérigos y sus aliados más rígidos, que sostienen que se debe enfrentar la crisis con más y no menos revolución. Conviene recordar que Ahmadinejad ganó la reelección en 2009 en medio de denuncias de fraude sobre un movimiento aperturista nacido del corazón mismo de la Revolución y que sostenía que el país debía volver al mundo, casi en el molde de China o Vietnam, para obtener inversiones que eviten la catástrofe. Los dirigentes de ese sector fueron apaleados en la calle y sus seguidores asesinados o detenidos. Pero esas ideas son las que, frente al precipicio, terminó cooptando el propio Ahmadinejad.
Como el escenario no ha dejado de agravarse, ahí aparece la meneada amenaza de una guerra que los halcones de Israel y sus aliados del Norte mundial contribuyen a estimular, único elemento de amalgama política con que cuenta el régimen iraní para evitar su propia versión del fenómeno de la Primavera. Por eso, Jamenei acaba de rechazar la oferta de EEUU para un diálogo bilateral. Eso no rinde políticamente, en especial ante la inminencia de las elecciones del 14 de junio para las que no hay aún candidatos presentados. Ahmadinejad perdió espacio para sostener sus delfines pero ha decidido desafiar en toda la línea a Jamenei. Lo cierto es que Larijani aparece como el seguro sucesor. La situación es claramente inestable y compleja. Sería interesante, por cierto, conocer con cuál de los sectores de ese enjambre se sentó el Gobierno argentino para abordar tan delicada materia. C