En 2006, Joe Biden, Les Gelb y muchos otros propusieron planes para descentralizar el poder en Irak. Biden, entonces senador federal por Delaware, Gelb y otros reconocieron que la sociedad iraquí se estaba fraccionando en bloques sectarios.
Pensaban que las instituciones gobernantes debían reflejar las lealtades fundamentales en el terreno; según el plan de Biden, el gobierno central iraquí seguiría desempeñando algunas tareas importantes, pero muchos otros poderes se les devolverían a los gobiernos regionales en las zonas sunitas, chiítas y kurdas.
Pero el gobierno de George W. Bush rechazó ese enfoque federalista y, en cambio, apostó a un plan centrado en Bagdad. El primer ministro iraquí de ese tiempo, Nouri Al Maliki, y su banda de supremacistas chiítas inflamaron aún más las tensiones sectarias, consolidaron su poder, excluyeron a los rivales, irritaron a sunitas y kurdos y echaron a parte de la oposición en brazos de la insurrección armada.
El gobierno de Obama ayudó a quitar a Al Maliki y reemplazarlo con un grupo de políticos más responsables y moderados. Pero ese enfoque sigue estando centralizado en Bagdad. Los resultados son casi igual de malos. Los sunitas siguen sintiéndose excluidos y oprimidos.
La fe en las instituciones nacionales se ha derrumbado. Las divisiones sectarias se están reforzando. En el curso de los últimos años se ha reducido el número de personas que en las encuestas dicen ser iraquíes primero que nada.
Los combatientes del Estado Islámico, aunque superados en número, derrotan al ejército iraquí en ciudades como Ramadi, pues tienen fe en su lunática ideología mientras que los soldados iraquíes ya no creen en su dirigencia y no están dispuestos a dar la vida por un Estado centralizado y disfuncional.
Este intento por imponer soluciones desde arriba, aunado a la retirada ordenada demasiado pronto por el presidente Barack Obama, contribuyó a las fértiles condiciones que permitieron el surgimiento del Estado Islámico. Obama, como debía, se ha comprometido a erradicar esa fuerza terrorista pero no ha podido hacerlo.
Eso se debe a que, de manera desconcertante, el gobierno iraquí perdió la batalla por el corazón y el espíritu ante un grupo de matones salvajes, decapitadores y asesinos. Como señalaron Anne Barnard y Tim Arango en The Times, el Estado Islámico se apropió de motivos legítimos de queja de los sunitas.
Al parecer, los sunitas prefieren ser gobernados por gente de su misma confesión, aunque esté desquiciada, que por chiítas que los despojan de su dignidad.
Estados Unidos ahora está en la absurda posición de formar parte de una alianza de facto con las milicias chiítas respaldadas por Irán. Hasta ahora, esas milicias habían recorrido el territorio sunita, “liberando” aldeas del Estado Islámico y entonces, en muchos casos, ejecutando a los líderes locales, saqueando los pueblos y destruyendo las ciudades.
El gobierno de Obama espera que esas milicias se contengan y le hagan caso a la autoridad central. Pero eso sería refutar la historia reciente de Irak.
El desenlace más probable es que las milicias acaben derrotando al Estado Islámico en el plano táctico, mientras empeora aún más el clima en general.
La estrategia centralizadora ha sido un fracaso. En lugar de fomentar la cooperación, los esfuerzos por reunir a sunitas y chiítas solo han abierto viejas heridas, exacerbando tensiones y acelerando el deslizamiento hacia una confrontación regional. El Estado Islámico ahora tiene en la mira a los peregrinos chiítas en Arabia Saudita, a fin de inflamar a ese país y ampliar la guerra religiosa que está bullendo en toda la región.
Irán está patrocinando ejércitos terroristas en la región y tratando de convertir al Irak chiíta en un estado satélite.
Se ha afirmado una dinámica brutal: la tensión sectaria radicaliza a la dirigencia tanto en el lado chiíta como en el sunita. Estos dirigentes radicalizados incitan enfrentamientos más graves.
Quizá es tiempo de cambiar el rumbo.
La meta de Estados Unidos debe de ser bajar la temperatura sectaria para que, con el tiempo, una dinámica moderada reemplace a la brutalidad que está en vigor. La gran estrategia sería ayudar a ambos lados a separarse tanto como fuera posible, al tiempo que contienen a los radicales de cada bando.
La táctica sería la devolución. Darle el mayor control local a cada grupo de cada nación. Dejar que cada uno maneje sus propios asuntos en la medida de lo posible. Alentarlos a crear espacios entre las poblaciones sectarias para que puedan enfriarse los odios.
Ésta es la lógica central de un plan de descentralización como el de Biden y Gelb, y sigue siendo la lógica más promisoria a la fecha.
La mejor objeción siempre ha sido que la geografía no es muy clara. Las corrientes sectarias están entremezcladas. Si se sale de control la descentralización y se borran las fronteras nacionales, entonces veríamos una feroz batalla por los recursos y las riquezas nacionales.
Todo eso es cierto, pero la separación y la contención son, como sea, la menos terrible de las opciones malas. Estados Unidos podría empezar por armar directamente a los sunitas y ayudarlos a recuperar su patria de manos de los terroristas, con la seguridad de que podrían manejar el lugar una vez que lo recuperaran.
A los políticos centrales les gusta la centralización. Pero ésta es una pésima receta para un Oriente Medio en explosión.