Dos acontecimientos recientes deberían hacernos reflexionar seriamente.
Uno es la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, fenómeno que a medida que pasa el tiempo va revelando aspectos cada vez más negativos e imprevisibles, sobre todo para los británicos. Engañosamente, su decisión muestra los problemas y las limitaciones pero no los éxitos de un proyecto colosal, lleno de dificultades pero rigurosamente imprescindible.
Otro es el bicentenario del acontecimiento que los argentinos conocemos como Independencia, y que se muestra, después de todo este tiempo, más como una aspiración que como una realidad consumada. El proceso al que dio lugar hasta el momento se ha saldado con un éxito muy discutible. La fragmentación política de la América española es causa y consecuencia de su subordinación en las relaciones de poder entre naciones.
El orden surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial confirmó la tendencia que ya había despuntado décadas antes y que muchos analistas (entre ellos Juan Domingo Perón) supieron anticipar: la hegemonía de los llamados Estados Continentales, unidades políticas dotadas de vastos espacios, gran población y autonomía económica: los EEUU y la URSS. La respuesta a este nuevo orden mundial fue la formación de bloques de países más pequeños, construidos trabajosamente sobre diferencias y antiguos conflictos entre vecinos.
En América Latina, contrariamente a lo que podría pensarse en razón de una matriz cultural común y experiencias históricas similares, el impulso político hacia la integración llegó con mucho retraso, recién a finales de la década de 1980. No es lugar para repasar las esperanzas y las frustraciones que se sucedieron a lo largo de dos siglos de vida “independiente”.
El proceso de integración surgió como respuesta a un contexto de crisis que afectaba a toda la región y que demandó una política de complementación interna y defensa común frente a los desafíos económicos derivados de la globalización. El proyecto, con sus limitaciones y su alcance parcial, se llamó Mercado Común del Sur y abrió posibilidades de desarrollo más allá de las fronteras “nacionales”.
En esas difíciles circunstancias se daban los primeros pasos hacia la tan postergada unidad latinoamericana. Aunque cueste reconocerlo, fue Menem quien lo hizo.
La declinación de los gobiernos neoliberales (mantenemos la denominación por razones de economía de la comunicación) que tendría lugar, con diversa dramaticidad, en los países de la región, dio lugar a una nueva concepción política y económica común, pero nadie puso en duda el acierto en torno al camino hacia la integración.
Muy al contrario: las fuerzas políticas emergentes, pertenecientes a organizaciones que respondían a una concepción latinoamericanista en la que se integraba la causa de liberación nacional y un programa de transformación de izquierdas, se comprometieron a potenciar los procesos de integración regional: el sueño de la Patria Grande parecía al alcance de la mano.
Paralelamente se dio un fenómeno que condicionaría tan nobles propósitos. El espectacular crecimiento de la economía mundial, a partir del nuevo siglo, unido a una fuerte demanda de materias primas por parte de los países centrales, situó a la región en una posición privilegiada. América Latina tuvo un crecimiento económico espectacular gracias al incremento de sus exportaciones.
En este contexto de abundancia se abandonaron tácitamente las políticas de integración, determinadas originariamente por la escasez y defensa común: cuando hay para todos y todo lo propio se vende, parece no haber necesidad de distribuir o plantear estrategias comunes.
También se verificó un retroceso en el tipo de producción regional: aumentó el porcentaje de bienes primarios. Paradójicamente, lo que permitió el acceso al poder y posterior consolidación de la nueva izquierda latinoamericana fue el factor que congeló la integración continental.
A lo largo de este período pudieron verse conflictos indignos de procesos de integración regional, tal como el asedio que sometió la Argentina al Uruguay por la instalación de la pastera Botnia.
Por su parte, gobiernos como los de Uruguay o Paraguay apoyaban al gobierno kirchnerista, no en razón de procesos de integración mutuamente beneficiosos sino porque las trabas internas a la exportación de bienes producidos en la Argentina llevó a la pérdida de mercados en favor de sus vecinos, lo que también redundó en fuertes inversiones de productores agropecuarios argentinos en los países limítrofes. Nunca se trató de una relación de beneficio compartido sino de aprovechamiento de las debilidades del otro.
La integración terminó de empantanarse con la incorporación de nuevos miembros que complicaron, por la diversidad de sus economías y también de los regímenes políticos que los gobernaban, la ya problemática relación de los socios fundadores. Venezuela y Bolivia agregaron ruido y confusión a un proyecto muy complicado, además de prácticas poco apropiadas de intervencionismo directo en las políticas domésticas de cada país.
La crisis mundial, que empezó a asomarse a la región en 2008 pero que impactó con crudeza más recientemente, hizo retroceder más aún al disminuido proceso de integración regional. Los países más fuertes devaluaron sus monedas y aplicaron políticas proteccionistas, deteriorando los términos del intercambio con sus vecinos. Adicionalmente se enrareció más aún el proceso, creando organismos como la Unasur, que no solamente se solapaba con los anteriores sino que además tenía por objeto oculto consolidar la hegemonía de Brasil en el contexto continental.
Nunca en la región se produjo tanta retórica integracionista durante los últimos años: nunca se retrocedió tanto en la integración. Hoy el proyecto de unidad continental naufraga. Hace varios años el uruguayo Alberto Methol Ferré, promotor intelectual de la integración sudamericana, explicaba que si bien el ideal de la unidad regional debió pasar por un proyecto político común, la integración económica era un primer paso, en absoluto despreciable.
Tal parece que será necesario esperar al regreso de los detestados neoliberales y sus políticas de ajuste y cooperación en contextos de crisis para que la integración regional vuelva a ser la renovada esperanza de crecimiento y grandeza. Por su parte la izquierda latinoamericana, hoy aparentemente en retirada, se ha revelado como un completo fracaso en la causa de la Patria Grande.