Instituciones y decadencia - Por Roberto Azaretto

Instituciones y decadencia - Por Roberto  Azaretto
Instituciones y decadencia - Por Roberto Azaretto

En la Argentina, desde hace varías décadas, se discute sobre cuándo comenzó la decadencia del país. Por supuesto, en esto no está exento el faccionalismo ni las sucesivas grietas.

Según la pertenencia política del opinante, será 1930 o 1943. Otros dirán 1976. Alguno personaliza y sostendrá que la culpa es de Perón, y están los que se la endilgan a Martínez de Hoz o a Cavallo, que curiosamente no estuvieron al frente del Ejecutivo. Y en el peronismo, a veces, aparece Celestino Rodrigo, como si antes de su breve gestión todo hubiera sido floreciente.

Algunos hablan de 40 años, eximiendo a todo lo anterior a 1976 y otros de 70 años para englobar desde Perón a todos los que lo sucedieron luego de su derrocamiento en 1955. A esto se suman nostalgias, como la del centenario, la década del veinte o la del primer peronismo y no faltan los que agregan los cuatro años de Néstor Kirchner.

Por supuesto, las nostalgias son de tiempos de relativa prosperidad sin que la mayoría se pregunte si eso no fue causa de las crisis posteriores o si esas periódicas bonanzas son producto de acontecimientos externos, como también estos pueden provocar o agravar las crisis.

Hace unos meses, en estas mismas columnas, escribí sobre el mito de los setenta años de decadencia, recordando, que, entre 1963 a 1974 nuestro país tuvo un ciclo de 11 años de crecimiento y con un buen nivel de distribución entre los sectores sociales.

En realidad hay problemas muy viejos y otros más cercanos que afectaron el desarrollo argentino, que le hicieron perder el liderazgo que tenía entre los países iberoamericanos, incluida la propia España. La mejor prueba de esto son los flujos migratorios que muestran a una gran cantidad de descendientes de las corrientes inmigratorias, retornando a los países de origen de sus ascendientes.

Hay varios pilares del crecimiento: seguridad jurídica, moneda fuerte, ahorro. En esta nota nos referiremos a la seguridad jurídica y para tenerla hace falta un poder judicial independiente y prestigioso. No es casual que la justicia de menor calidad y dependiente de los caudillos de turno la tengan las provincias más atrasadas y pobres de nuestra nación.

Es interesante recordar la historia de la Corte Suprema de la Nación, que fue constituida en 1863 por el presidente Mitre. Ninguno de sus cinco miembros fue amigo político del presidente. Entre ese año y 1947 no hubo ni juicios políticos ni ampliaciones para generar una mayoría, cinco miembros que eran reemplazados cuando se retiraban o fallecían.

Antonio Bermejo fue designado por Roca en 1903 y asumió la presidencia del Tribunal Supremo de la República. No era del partido de Roca. Permaneció en su cargo hasta su fallecimiento en 1929, es decir convivió con siete presidentes de distinto signo político. Asumió con Roca y al morir ejercía, por segunda vez, la presidencia Hipólito Yrigoyen.

En 82 años, ningún gobierno intentó una Corte adicta ni alterar su composición.

En 1947 se promovió un juicio político contra cuatro de los cinco miembros de la Corte Suprema, que fueron destituidos. El restante había sido designado por la dictadura militar que se apoderó del gobierno en 1943.

Desde entonces hemos tenido numerosas Cortes Supremas. En 1955 luego del derrocamiento del general Perón, fue desplazada la Corte de 1947 y nombrada otra.

En 1958, al asumir el gobierno, el doctor Arturo Frondizi reemplazó a tres miembros designados por el gobierno de facto y luego promovió su ampliación a siete jueces, designando otros dos.

Durante la presidencia del doctor Arturo Illia se envió al Congreso otra vez un proyecto de Ley para ampliar la Corte pero nos prosperó. Se produjeron dos vacantes, una de ellas fue ocupada por una personalidad del partido del presidente y la otra por un jurista puntano cercano al partido Demócrata.

En 1966 con el golpe del 28 de junio que dio inicio a la llamada Revolución Argentina y la dictadura de Onganía, se reemplazó la totalidad de la Corte y se la redujo a cinco miembros.

En 1973 al asumir la primera magistratura el presidente Héctor Cámpora, se vuelve a cambiar la Corte nombrando a candidatos provenientes en su totalidad del peronismo.

Esa composición permaneció hasta el golpe del 24 de marzo de 1976.

Con el retorno de la democracia en 1983 le tocará al presidente Alfonsín proponer la composición de la Corte Suprema. Le hace con equilibrio y pluralismo, incluso le propuso al candidato del peronismo derrotado, el doctor Italo Luder, integrarla y presidirla, ofrecimiento, que éste declina. En esa Corte solo dos de sus cinco miembros tienen la misma filiación política que el presidente, pero la llegada de Menem al poder cambia las reglas de juego.

En efecto, Menen logra la ampliación de la Corte para contar con una mayoría adicta y algunos de los nominados carecen de los requisitos que ameritan llegar a esas posiciones elevadas y con la enorme responsabilidad de ser los custodios de la Constitución Nacional.

Con el pacto de Olivos hubo otra recomposición y en 2003 se producen renuncias de algunos jueces ante el inicio de algunos juicios políticos, que eran justificables. En 2003 también se produce un hecho importante, promovido por el entonces ministro de Justicia, Gustavo Béliz: el decreto 202, que establece audiencias públicas y la posibilidad de presentar impugnaciones, como también, suprime el secreto de las sesiones del Senado en las que se trata el acuerdo de las propuestas del Ejecutivo.

En el segundo mandato de Cristina Fernández se inició una campaña frustrada contra el doctor Carlos Fayt, para obligarlo a renunciar.

Por último el presidente Macri pretendió designar por decreto a dos nuevos miembros para cubrir sendas vacantes, error corregido ante la reacción que provocó.

Sintetizando, en los últimos setenta y dos años hemos tenido diez cortes supremas, mientras que en los ochenta y siete años anteriores una sola.

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