El microbiólogo Thomas Brock acampaba por Yellowstone en la década del '60 cuando se topó con una especie de bacteria que transformaría la ciencia médica.
Brock investigaba las diminutas formas de vida que consiguen salir adelante en las aguas hirvientes de las pozas termales del parque. Un alumno y él encontraron esteras doradas de crecimiento filamentoso en la Mushroom Spring de Yellowstone que contenían microbios que producían enzimas inusuales resistentes al calor.
En la actualidad, esas enzimas son un componente clave de la reacción en cadena de la polimerasa (PCR, por sus siglas en inglés), un método empleado en laboratorios de todo el mundo para estudiar pequeñas muestras de material genético creando millones de copias. Esta técnica, que habría sido imposible sin el descubrimiento de las bacterias resistentes al calor hace más de medio siglo, se usa ahora para potenciar la señal de los virus en la mayoría de los test de COVID-19 disponibles, según informó nationalgeographic.es.
Con la propagación del nuevo coronavirus por el mundo, estas pruebas se han convertido en la clave del rastreo —y quizás de la ralentización— del avance de la pandemia. Aunque los test han tardado en llegar a muchos países, como Estados Unidos, el proceso de RCP que es la piedra angular del test es relativamente simple y rápido, gracias a un cúmulo de bacterias que prosperan en las pozas termales de Yellowstone.
«La tecnología RCP ayuda a salvar vidas», afirma Austin Shull, biólogo molecular del Presbyterian College de Carolina del Sur.
En el verano de 1964, Brock estaba conduciendo por todo el país y se detuvo en Yellowstone. «Hasta entonces nunca había visto una fuente caliente», recuerda. Le preguntó a un guardabosques del parque cuánto sabía sobre las coloridas esteras de microbios que había en las aguas vaporosas y le entusiasmó descubrir que los organismos apenas se habían estudiado.
Brock sabía que cualquier forma de vida en las aguas termales tendría que resistir las temperaturas extremas. Algunas pozas estaban tan calientes que hervían, pero enseguida se dio cuenta de que aquí la vida podía salir adelante.
Un año después, Brock volvió a Yellowstone para investigar las fuentes calientes y vio una masa gelatinosa al borde de Octopus Spring, donde las aguas alcanzaban casi 88 grados centígrados, una temperatura más alta de la que los científicos de entonces creían que podía soportar la vida. Brock tomó una muestra y recuerda haberla descrito con dos palabras en su diario de campo: «Definitivamente viva».
Ansioso por descubrir más, Brock y Hudson Freeze, un estudiante universitario, regresaron en 1966 para investigar las esteras viscosas de cianobacterias de Mushroom Spring. Freeze cultivó algunos de los microbios para identificar qué vivía en el sistema.
«En casi todos salieron bacterias», afirma Brock. El descubrimiento de una de las especies, Thermus aquaticus, acabaría revolucionando la biología molecular y aportaría a los científicos una nueva herramienta para manipular y estudiar el ADN.
Desde el descubrimiento de la elegante doble hélice del ADN en 1953, los científicos han afrontado el reto de estudiar estas diminutas moléculas genéticas. Para observar y comprender diferentes tipos de ADN, los científicos necesitaban muestras a gran escala.
En los años 80, el bioquímico estadounidense Kary Mullis desarrolló una técnica para imitar la forma en que una célula copia su ADN de forma natural para crecer y dividirse. Un conjunto de cebadores o primers en inglés, segmentos cortos de ADN, marcan las regiones que van a copiarse. A continuación, una enzima denominada ADN polimerasa ensambla los componentes básicos del ADN en la secuencia deseada.
«Es casi como una fotocopiadora», dice Shull sobre la técnica.
El ADN tiene que someterse a varios ciclos de calentamiento y enfriamiento, y con cada ciclo se duplica aproximadamente el número de copias genéticas. Sin embargo, en los primeros experimentos, las altas temperaturas de cada ciclo dañaban la ADN polimerasa necesaria para crear esas copias.
«Es como freír un huevo, desnaturalizaría las proteínas», afirma Virginia Edgcomb, ecóloga microbiana del Instituto de Oceanografía Woods Hole en Massachusetts. La técnica podía lograrse, pero era lenta y pesada.
Mullis se percató de que una enzima de la bacteria de Yellowstone podía sobrevivir a los ciclos de calentamiento y enfriamiento y acelerar el proceso. Con el paso de los años, estas enzimas han permitido automatizar el proceso de copia del ADN. Ahora, los investigadores pueden producir hasta cientos de millones de copias genéticas en cuestión de horas.
Durante años, las pruebas PCR eran «muy laboriosas, tardaban una eternidad, pero ahora es muy sencilla y rutinaria», afirma Julie Huber, oceanógrafa en Woods Hole.
El test de la COVID-19 usa este mismo proceso, pero con unos pocos pasos más. El material genético del nuevo coronavirus es ARN, no ADN, que es similar, pero codifica sus instrucciones genéticas con componentes básicos distintos en una sola cadena. El ARN de virus se convierte primero en ADN. El test también incluye una etiqueta fluorescente que destaca las copias del material genético del virus en un hisopo nasal. Cuantas más copias se fabrican con PCR, más brilla la muestra.
Cuando Brock fue a Yellowstone para estudiar las fuentes calientes, nunca imaginó que su labor revolucionaría el estudio del ADN. «Yo tuve libertad para hacer lo que llamamos investigación básica... Algunos dijeron que era inútil porque no se centraba en fines prácticos. ¿Qué utilidad podría tener buscar bacterias vivas en fuentes calientes y pozas hirvientes en el parque nacional de Yellowstone?», declaró Brock en un discurso de aceptación de un grado honorario de la Universidad de Wisconsin-Madison.
Pero el hallazgo ha supuesto un cambio gigantesco. Ahora los científicos saben que los microbios han perfeccionado técnicas únicas para salir adelante en casi todos los entornos extremos del planeta, de las fuentes calientes de Yellowstone a las fuentes hidrotermales del fondo del mar. Estos organismos contienen una valiosa colección de mecanismos biológicos que antes eran inimaginables a la espera de que los descubramos.
«Hay todo un abanico de diversidad que, de lo contrario, no se conocería ni se clasificaría», afirma Justin Lawrence, candidato a doctor en el Instituto de Tecnología de Georgia que estudia la diversidad microbiana en la Antártida. Si se cultiva una comprensión más sólida del mundo de los microbios, podremos aprender a protegernos de las entidades microscópicas que podrían hacernos daño, pero para aprovechar microbios para aplicaciones prácticas, los investigadores necesitan saber qué vive ahí fuera.
«Solo cuando consigues al organismo consigues el código, puedes jugar con él y puedes averiguar todo esto», afirma Huber.