Vivir sin saber cuánto se podrá comprar o pagar dentro de un par de meses con el dinero que ganamos es una tortura. Calcular, pensar todo el tiempo en los aumentos de los servicios, de la cuota del colegio, de la prepaga médica, de los víveres del supermercado es una gimnasia mental negativa, lo contrario a practicar sudoku, crucigramas o ajedrez. En lugar de desarrollarte nuevas conexiones, te quema las neuronas.
El efecto psicológico adverso y acumulativo de la inflación causa inseguridad, frustración e impotencia. Es el suplicio chino (con perdón de nuestros socios comerciales, que fabrican el 90% de los dispositivos electrónicos que usamos en casa y tienen una inflación promedio del 1,5% anual en los últimos 20 años).
La inflación lleva más pacientes al diván que la infidelidad y los fracasos en el Mundial de fútbol. Investigaciones sobre los efectos que causa la alta tasa de inflación en la economía de un país hay a montones, pero faltan estudios serios sobre el estrés y la angustia que provoca la constante variación de precios.
Quienes tenemos más de 50 nacimos, crecimos y convivimos con la inflación. En la época de los gobiernos militares, entre 1976 y 1983, el promedio anual de inflación fue del 178%. Después, con Alfonsín, en el período 1984-1985, la inflación promedio anual fue del 536%. En el invierno de 1989, con el pico de hiperinflación, la tasa llegó al 200% mensual. En los últimos 10 años, la inflación acumulada llegó al 1000%. Y en los últimos 3 años, ya se ha naturalizado que será de alrededor de un 25% anual.
Los mayorcitos, con nuestra experiencia de subsistir en contextos inflacionarios, hemos ido desarrollando estrategias microeconómicas para zafar.
Rebusques, artesanías, conservas, privaciones, changas... Y también pequeños actos miserables y autoflagelantes, como vender una entrada de favor para la cancha o comprar vino en damajuana. Cíclicamente, ahorramos en dólares, cambiamos los dólares para viajar o comprar en Chile y Miami, atesoramos plazos fijos, los reventamos, cosemos y descosemos el colchón... O sea: reatroalimentamos la inercia, y la montaña rusa no para.
Mientras tanto, los sucesivos gobiernos militares, desarrollistas, radicales, peronistas y liberales, se han equivocado a repetición en los métodos para dominar a la bestia. Ensayaron controles de precios, precios máximos, congelamiento de salarios y del tipo de cambio, ¡veda en el consumo de carnes!, desregulación total, acuerdos corporativos con sindicatos y cámaras empresarias, y hasta la ingenuidad de quitarle ceros a la moneda nacional para crear la ilusión de que el peso fuerte, ley, patacón o austral recuperaría el poder adquisitivo (esto se hizo cuatro veces desde 1969 a 1991, sacándole sucesivamente a la moneda un total de 12 ceros).
En el último medio siglo, las políticas económicas han oscilado entre emitir moneda para financiar el déficit fiscal, poner al Banco Central a comprar dólares para evitar las devaluaciones del peso, o endeudarse peligrosamente en el exterior para cubrir el gasto público. De un extremo a otro, y seguimos empantanados.
Pero no hay que resignarse. Hay que seguir peleándola, con nuestro escudo de superhéroes argentinos siempre activado. Hasta el día en que los genios de la economía la emboquen y podamos planificar un futuro sin zozobra. Mientras tanto, para conjurar la pálida, nos quedan las charlas de café, reírnos de nosotros mismos y tener como consuelo, triste consuelo, a nuestros pobres hermanos venezolanos.