Con la consagración como presidente de Brasil de Jair Bolsonaro, se abre un panorama inédito. Por primera vez llega a la región el fenómeno electoral del antiglobalismo que viene logrando hace algunos años éxitos tanto en Europa como en los Estados Unidos.
Entre las probables políticas que tomará el nuevo presidente se encuentran retirar a Brasil de organismos multilaterales como la Unesco o el acuerdo de París, dar por tierra con el Brics (conglomerado de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y suspender hasta nuevo aviso el Mercosur, desarrollando una política cerrada tanto en lo comercial como en defensa, que sin ninguna duda tendrá consecuencias importantes para América Latina y, en especial, para Argentina, que tiene al gigante sudamericano como su primer socio comercial.
Si bien Bolsonaro se enorgullece de "no saber nada de economía", su ministro será Paulo Guedes, un "Chicago boy" que fusionará las áreas de Hacienda, Planificación, Industria y Secretaría General, lo que lo convertiría en el ministro de economía más poderoso de la historia reciente brasileña.
Su plan es un programa neoliberal ortodoxo que propone privatizar empresas, recortar programas sociales –aunque en campaña prometió no eliminar el Bolsa Familia– y realizar una gran reforma tributaria que significará una transferencia de recursos de abajo hacia arriba, algo catastrófico para un país con una desigualdad tan grande. Por ejemplo: en San Pablo, una ciudad con 12 millones de habitantes, un cuarto de los inmuebles registrados están en manos del 1% de la población.
Sin embargo, es un error asimilar al nuevo presidente a la tradición neoliberal clásica latinoamericana.
Tanto su pasado militar como su amplia inserción en las bases evangélicas lo convierten en una rara avis, mucho más parecido a liderazgos como los de Matteo Salvini en Italia y Marine Le Pen en Francia –con quienes lo comparan algunos medios europeos– o Donald Trump en Estados Unidos, dirigentes que se muestran antipolíticos mientras transfieren las culpas de todos los males tanto a las elites como a los chivos expiatorios de cada contexto –los inmigrantes, los afrodescendientes, los homosexuales, el feminismo.
Bolsonaro también propone dejar de lado el Mercosur y privilegiar las negociaciones bilaterales, otro signo de la crisis mundial de la política de bloques.
Uno de los paralelismos posibles es con el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, quien llegó al poder en 2016 con la promesa de acabar con la corrupción y el narcotráfico, a partir de una retórica que desprecia la política tradicional, repitiendo en numerosas oportunidades "que se jodan los derechos humanos" y admitiendo sin problemas ejecuciones extrajudiciales. Impulsó una "guerra contra las drogas" que bajó la inseguridad en un 49%, lo que según algunas organizaciones conlleva el costo de unos 15 mil muertos. Todo lo cual no ha mermado su popularidad, que se mantiene en un 70%, a pesar de representar la negación misma de la democracia y el respeto a los derechos humanos más básicos.
Inmerso en la crisis de legitimidad más grande de su historia reciente, y con el dirigente con mayor apoyo popular imposibilitado de presentarse, no es de extrañar que mostrándose ajeno a la política tradicional, Bolsonaro haya logrado ser presidente de una democracia con 147 millones de votantes.
Estos sucesos deben servir para reflexionar que mientras las elites se mantengan alejadas de sus pueblos, estos buscarán una salida en alternativas antisistema, que en los últimos años vienen siendo canalizadas por movimientos situados en la extrema derecha.
En tanto, el sector del país que no votó al nuevo presidente estará haciendo suyas las palabras que pronunció hace décadas la leyenda del rock carioca Renato Russo: "Qué país é ese?" (¿qué país es este?).