Vivimos sobre lo que fue un desierto. Todavía es desierto en muchos lugares. La superficie cultivada de Mendoza equivale al 5 %, y el 95% restante sigue en manos del desierto y de la montaña. Y ese 5% fue la obra de nuestros abuelos que transformaron el lugar, que hicieron que brotara el verde por los llamados oasis.
Fueron los abuelos (arrancando con los abuelos huarpes) los que transformaron el paisaje. Como hemos dicho alguna vez, aquí no sembró el viento ni regó la lluvia, sembraron y regaron los hombres.
Pero la circunstancia de vida sigue siendo la misma: esto es un desierto con vegetación xerófila, y precipitaciones pluviales mínimas con respecto a otros lugares del país. Llueve poco en Mendoza. La cantidad de lluvia promedio en la ciudad es de unos 200 mm, muy poco si tenemos en cuenta que en otros lugares, como el litoral, llueve cada 6, es decir cada 2 por 3.
Tal vez por eso el mendocino no se acostumbra a la lluvia. La lluvia le cambia la personalidad. No nos gustan los días oscuros con nubosidad plena, ansiamos el sol cuyano. Cuando llueve la ciudad se transforma. Se nos cambia el carácter, se nos modifica la forma de proceder.
El tránsito en Mendoza es un caos. Yo sé que hay ciudades en el mundo donde el tránsito es peor, pero lo que ocurre en la nuestra es de por sí una gran molestia colectiva. Dicen que los mendocinos no manejamos bien. A lo mejor habría que decir “nos manejamos mal”. Lo que debería ser un orden es un verdadero desorden y cunden los accidentes y las infracciones.
Pues cuando llueve esto se magnifica, se hace más grave. Si manejamos mal en días secos y soleados agravamos el problema en días de lluvia. Porque no vemos bien, porque nos damos cuenta que con el agua el pavimento no responde al frenado como habitualmente o porque el alrededor nos resulta hostil.
Pero no sólo ocurre con los autos, nosotros mismos, bien peatones, nos transformamos ante la lluvia. Salen a relucir los paraguas (no son muchos los que usan este adminículo por la zona) y los pilotos (menos), tratamos de impermeabilizarnos lo suficiente para soportar el aguacero y modificamos todo: desde nuestro andar hasta nuestro saludar.
El paraguas, por ejemplo, es todo un problema porque nos cuesta usarlo, entonces hay choques de paraguas que van a contramano y hay puntas de paraguas ajenos que se clavan en lugares dolorosos de nuestra anatomía. Es muy peligroso un petiso con paraguas, porque las puntas de su adminículos seguramente pasa a la altura de nuestros ojos. Habría que considerar la cantidad de tuertos que hay por esta situación.
Hay provincias en la Argentina en las que, cuando llueve, todo continúa igual, no hay grandes manifestaciones en los usos y costumbres. Llueve, es cierto, a veces a raudales, pero las cosas se hacen como si fuera un día normal. En Mendoza todo cambia, se llega más tarde, o sea se agrava el problema porque ya, de por sí, el mendocino tiene tendencia a llegar tarde.
Y si la lluvia se da por la noche, es mejor no salir y guardarse en casa hasta que pase la contingencia climática, por eso sufren los artistas que tienen programados sus espectáculos y la noche se les hace chaparrón, seguramente van a actuar para las sillas vacías.
No estamos acostumbrados a la lluvia ni nos acostumbraremos. Nos olvidamos que para todos, absolutamente todos los mendocinos, es una bendición a agradecer, y sino pregúntenle a los habitantes del secano de Lavalle.