La economía es una parte de la actividad de una sociedad basada en la producción e intercambio de bienes y servicios para satisfacer las necesidades de la población. Esta actividad implica el desarrollo de múltiples interacciones donde intervienen lo laboral, lo financiero, los impuestos y otras más. Pero todas ellas funcionan en base a intangibles en los cuales la psicología de los actores económicos juega un rol fundamental. Ellos son los incentivos y la confianza, dos conceptos asociados. En general los incentivos nacen de las políticas públicas. Son los gobiernos lo que toman decisiones que entusiasman o asustan a los actores económicos; y entendemos como actores a todos aquellos que tienen trabajo o lo buscan y que quieren mantener a sus familias, progresar, satisfacer necesidades y cumplir deseos y aspiraciones.
Por eso los incentivos pueden ser positivos o negativos y esto se da cuando los actores tienen mayor o menor confianza. Los incentivos tienen que tener sustento porque de lo contrario, cuando se terminan, desnudan situaciones complejas que terminan afectando la confianza a futuro de los ciudadanos y generar conductas de protección que perjudican el ritmo normal de la economía. En la década pasada, los gobiernos Kirchner abundaron en incentivos positivos tras la idea de generar confianza y esta surgía de las posibilidades que los argentinos tenían de comprar o de viajar.
Estas posibilidades actúan en forma positiva en la valoración futura y por eso muchas personas decidieron invertir en propiedades o en automotores con financiamientos a largo plazo. El problema es que lo incentivos no fueron los habituales, como reducciones impositivas, sino mediante la aplicación de subsidios a las tarifas de servicios públicos que, en algunos casos, se mantuvieron congeladas durante más de 10 años. También hubo subsidios para muchas actividades a las cuales se les congelaron precios internos, como trigo, maíz y combustibles.
Según cálculos del economista Roberto Cachanosky, el monto acumulado de los subsidios alcanzó a u$s 160.000 millones. El profesional lo comparó con el Plan Marshall, por el cual EE.UU. ayudó a superar las consecuencias de la 2da. Guerra Mundial a Alemania, Gran Bretaña, Francia y Japón. Ese plan costó u$s 13.000, que a valor actualizado significarían unos u$s 130.000 millones. O sea, los incentivos distorsivos aplicados en los gobiernos Kirchner fueron superiores al Plan Marshall pero no consiguieron los mismos resultados, porque el país no se desarrolló y la pobreza estructural subió hasta el 30%.
El ciudadano común no suele actuar en base a fundamentos técnicos sino que responde a sensaciones vinculadas con el bienestar. Incluso, cuando existe esa sensación, se rechazan todos los argumentos técnicos que podrían destruir la ilusión, que es el motor que anima la vida cotidiana. Por eso al actual gobierno le resulta tan difícil explicar los ajustes tarifarios, la necesidad de un ajuste monetario que genera recesión y desempleo creciente. Pero el gobierno tampoco debe exceder el uso de instrumentos que lo único que producen es una expectativa negativa que ahuyenta a los inversores no permite reflotar a las economías regionales.
El gobierno debería avanzar con decisión en eliminar los bolsones de derroche de gasto público que suelen ser denunciados por los mismos contribuyentes y los medios de comunicación. El gobierno debe actuar con incentivos positivos y para ello necesita recurrir a cambios que permitan acelerar la baja de la tasa de interés, así como resolver el problema que generan las retenciones a las exportaciones. Todos estos incentivos negativos son los que generan desconfianza y no permiten a los ciudadanos avizorar un futuro mejor.