Hay veces que la historia enseña que no siempre se avanza hacia adelante. La modificación, que se vislumbra radical, de su centro de gravedad, que la Iglesia Católica acaba de imponerse, aparece, de ese modo, como un salto hacia adelante encarado hacia un regreso a un punto de partida que quedó distante; un camino que debió haber sido mejor andado hace ya más de treinta años. El flamante Papa argentino Jorge Bergoglio, en principio y por sus gestos que lo han fortalecido en apenas horas, sería entonces, desde esta visión, el piloto de un viaje de la Iglesia hacia atrás.
A la intersección entre los papados de Juan XXIII y Paulo VI por un lado y los dos siguientes, de Juan Pablo II y Benedicto XVI, que representan dos estructuras nítidas de poder político contemporáneo en la Iglesia y de su interpretación del mundo. Quedó en ese cruce, un callejón en el que se arrumbó la ambiciosa modernización de esta estructura milenaria que impulsó el Concilio Vaticano II.
Ese proceso había buscado convertir a la institución en una herramienta mucho más dinámica y cercana para canalizar los conflictos sociales que comenzaron a corporizarse con particular vigor en el mundo de la tardía posguerra. Bergoglio es jesuita, una rama que se vinculó mucho más que otras con los movimientos críticos y liberadores que fomentó a veces sin proponérselo, aquella apertura que promovió el Concilio.
Fue T. S. Elliot quien sostenía que se regresa al punto de partida para conocerlo por primera vez. Hay, sin embargo, un marco histórico que fortalece el sentido de esa eventual nueva mirada de lo que hubo y que ha trastocado totalmente el panorama que hizo posible a los dos papas anteriores. Los conflictos y tensiones, en particular, y la imprevisibilidad han regresado de un modo geométrico, alimentados por la gran crisis económica y financiera aún no resuelta que sacude al planeta y que se inició en setiembre de 2008. Esas transformaciones han llegado para quedarse y se expanden coronadas por una extraordinaria concentración del ingreso que amplifica la base social desamparada, no importa en cuales fronteras, como pocas veces ha sucedido antes en la historia.
El ejemplo de la Europa del “eurosur”, de Grecia a Portugal, apenas alcanza para visualizar de qué se trata esa mudanza con niveles récord de desocupación y gente obligada a vivir en las calles. La descomposición tiene un efecto social inmediato y obvio por la desintegración de la calidad de vida de los pueblos y el agregado incesante de nuevas capas de pobres y marginados. Pero, también político, debido a la desilusión que genera sobre el poder y legitimidad de la democracia y el sentido de la república. En el sopor de esa frustración, en el Norte mundial crecen alternativas políticas extremistas xenófobas y con características de una arquitectura autoritaria y fascista.
El mismo desvío y aún con mayor repudio a la democracia formal, se observa en el Sur mundial y en buena parte de Sudamérica, que ha generado alternativas cesaristas de gobierno, en muchos casos, con tics de las pasadas dictaduras. Una noción que se ha multiplicado desde que fue coronado el argentino, es que esa decisión del Cónclave de cardenales obedeció a correr la brújula histórica del Vaticano hacia su región, justamente donde vive la mayoría de los católicos. Eso es correcto, pero quizá sólo sea una parte de la verdad.
Parece haber habido una gran clarividencia en la cúpula eclesiástica para caracterizar correctamente el rumbo presente de la historia. La votación dejó en el camino a figuras que venían favoritas y con un amplio respaldo del establishment más acendrado en el poder eclesiástico. Son figuras que estaban ligadas con la visión que ha venido modelando el mundo en esta forma de pirámide cada vez más menos aguda, y que es el origen en gran medida de la crisis global. Entre ellos, el cardenal arzobispo de Milán, Angelo Scola, integrante de Comunión y Liberación una línea de conocida ligazón con la centroderecha italiana.
Este purpurado fue colocado en ese sitio por el último papa Benedicto XVI como un dato claro para muchos vaticanólogos sobre a quién elegía para ser su sucesor como garantía de un cambio que nada cambie. Scola, a su medida y dentro de la poderosa interna que se generó en la cúpula de la Iglesia, configuraba la continuidad del mundo que vieron tanto aquel Papa como a quien en su momento debió reemplazar, el polaco Karol Wojtyla.
Ambos limitaron férreamente la modernización y en ese proceso, según críticos como el teólogo suizo Hans Küng o el brasileño Leonardo Boff, se aceleró el proceso de difusión del paseo real de la Iglesia y de la práctica religiosa. Boff acusó en su momento abiertamente a Juan Pablo II de la pérdida de confesiones y de construir ciertamente una Iglesia piramidal y para pocos. Por la misma línea se movió el espíritu crítico de Boff que asegura que “esta Iglesia son mil años de corrupción... Dentro de la Curia hay mafiosos”. La cuestión es cómo se pudo seguir conduciendo con los protocolos de una Iglesia encerrada y atravesada por esas deformaciones. La derrota de Scola, que llegó a reunir 50 votos en el Cónclave debería ser leída como mucho más que un resultado en las urnas, la respuesta aplastante a aquella pregunta.
Es probable que todo lo que venga sea de cambios lentos pero visibles. La Iglesia intenta ser la válvula que siempre ha sido a las tensiones sociales. En ese proceso debe cuidarse de no seguir perdiendo influencia pero no exactamente a manos de otras religiones, que es una cuestión menor, sino de un mesianismo que es quizá la peor forma de la teología, y donde la competencia viene cada vez más cargada desde la política y el poder económico.