Por Paul Krugman - Servicio de noticias de The New York Times - © 2015
La campaña presidencial de 2016 en los Estados Unidos debería girar en torno a los problemas. Los partidos están muy distanciados respecto de todos los temas; desde el ambiente hasta la política fiscal y la atención médica. Y la historia nos enseña que lo que dicen los políticos en las campañas es una buena guía de la forma en que van a gobernar.
No obstante, muchos miembros de los medios tratarán de que la campaña se refiera a la personalidad y el carácter de los candidatos. El carácter no es del todo irrelevante. El próximo presidente, o presidenta para el caso, ciertamente tendrá que manejar cuestiones que no están en ninguna agenda, así que es importante saber cómo va a reaccionar. Pero el rasgo de carácter que más importa no es en el que a la prensa le gusta concentrarse. De hecho, eso se desalienta activamente.
Verán ustedes, no debe de ser importante si el candidato es alguien con quien nos gustaría tomar una cerveza. Tampoco nos debería interesar la vida sexual de los políticos; ni siquiera sus hábitos de gastos a menos, claro, que impliquen alguna forma de corrupción. No, lo que realmente deberíamos buscar, en este mundo que no deja de lanzarnos desagradables sorpresas, es la integridad intelectual: la disposición de enfrentarse a los hechos aunque éstos contradigan nuestros prejuicios; la disposición de admitir los errores y de cambiar el rumbo.
Y esa es una virtud que escasea mucho.
Como ya habrá adivinado el lector, estoy pensando en particular en la esfera de la economía, donde no dejan de asaltarnos las sorpresas desagradables. Si nada de lo que ha ocurrido en los últimos siete años, más o menos, ha logrado sacudir nuestras creencias económicas más arraigadas, es porque o no hemos puesto atención o no hemos sido honestos con nosotros mismos.
Tiempos como estos requieren de una combinación de apertura de mente -disposición a considerar otras ideas- y determinación para hacer lo más que podamos. Como dijera Franklin Roosevelt en un célebre discurso: "El país exige una experimentación audaz y persistente. Es simple sentido común tomar un método y probarlo. Si no da resultado, admitirlo francamente y probar otro. Pero sobre todo, probar algo."
Sin embargo, lo que en cambio estamos viendo en muchas figuras públicas es la conducta que George Orwell describiera en uno de sus ensayos: "Creer en cosas que sabemos que no son ciertas y después, cuando finalmente nos demuestran nuestra equivocación, descaradamente torcer los hechos para que demuestren que tenemos razón." ¿Predije una inflación desbocada que nunca llegó? Bueno, es que el gobierno manipula la contabilidad y, además, yo nunca dije lo que dicen que dije.
Quiero aclarar que no estoy abogando por ponerle fin a la ideología en la política, pues eso es imposible. Cada quien tiene una ideología, una visión de cómo debe de ser y funcionar el mundo. En efecto, los ideólogos más imprudentes y peligrosos suelen ser los que se consideran a salvo de las ideologías -por ejemplo, los centristas autoproclamados- y, por tanto, no se dan cuenta de sus propios prejuicios.
Lo que debemos buscar, en nosotros mismos y en los demás, no es la ausencia de ideología sino la apertura de espíritu, la disposición a considerar la posibilidad de que estén equivocados algunos elementos de nuestra ideología.
La prensa, lamento decirlo, tiende a castigar la apertura de espíritu pues el periodismo de ridiculización es más fácil y seguro que el análisis de políticas. Hillary Clinton apoyó los acuerdos de comercio en los años noventa, pero ahora los critica. ¡Es una voluble! O, posiblemente, es alguien que aprendió de la experiencia, lo cual es algo que debemos alabar, no ridiculizar.
Entonces, ¿en qué estado está la integridad intelectual en este punto del ciclo electoral? En muy mal estado, al menos en el lado republicano del campo.
Jeb Bush, por ejemplo, ha declarado que "yo me mando solo" en materia de política exterior, pero en la lista de asesores que dieron a conocer sus asistentes encontramos a gente como Paul Wolfowitz, que predijo que los iraquíes nos iban a recibir como liberadores, y que no da indicios de haber aprendido nada del baño de sangre que se llevó a cabo.
Mientras tanto, hasta donde yo sé, ninguna figura republicana importante ha admitido que no ocurrió ninguna de las terribles consecuencias que supuestamente iba a tener la reforma del seguro médico: la cancelación masiva de las pólizas, el aumento descontrolado de las primas, la destrucción de empleos.
La cosa es que no estamos hablando solo de haberse equivocado en cuestiones específicas de política. Estamos hablando de que nunca se admiten los errores y de que nunca se revisan las opiniones propias.
No poder decir nunca que nos equivocamos es un grave defecto de carácter, aunque las consecuencias de no querer admitir nuestros errores recaigan solo en unas cuantas personas. Pero la cobardía moral debería descalificar de inmediato a cualquiera que buscara un puesto de elección.
Piénselo bien. Supongamos, ya que todo es posible, que el próximo presidente acaba enfrentándose a una crisis de cualquier tipo -económica, ambiental, extranjera-, no prevista en su plataforma política actual. En verdad, no querríamos que la tarea de responder a esa crisis recayera en alguien que todavía no se ha decidido a admitir que invadir Irak fue un desastre y que la reforma del seguro médico no lo fue.
Sigo pensando que esta elección debe girar en torno a los problemas. Pero si hemos de hablar de carácter, hablemos de lo que realmente importa, es decir, la integridad intelectual.