“No está muerto ni vivo...está desaparecido”. La frase del fallecido dictador Jorge Rafael Videla tiene una dimensión difícil de comprender para quien no ha pasado por el trance de no saber dónde está un ser querido, qué le está pasando, dónde yace su cuerpo, si está muerto, si sufre, si tiene hambre, si tiene frío.
Es el tormento de las familias de los 44 tripulantes del ARA San Juan, que no saben dónde están. De padres y madres de los NN de Malvinas, que no supieron en 35 años qué lápida visitar en el remoto y helado cementerio de Darwin. De los nietos que muchas abuelas murieron sin conocer, porque sus hijos se esfumaron.
Ni muertos, ni vivos.
Ayer fue un día trascendental para muchas de esas familias. Nueve exactamente. Una recuperó a la nieta 126; y la nieta 126, hija de Edgardo Garnier y de Violeta Graciela Ortonali, secuestrada embarazada a fines de 1976, recuperó lo más valioso que un ser humano puede tener.
Otras ocho supieron dónde están enterrados sus chicos, esos jóvenes que partieron a la Guerra de Malvinas desde provincias donde ni siquiera conocieron la nieve como Corrientes, sin haber cumplido los 20 años y sin saber que iban a pasar por una pesadilla.
El derecho a la identidad y el derecho a saber si están muertos o vivos es universal. De éste y del otro lado de la grieta. Para todos. Para los soldados, para los hijos de militantes que se esfumaron en los ‘70 con la burda explicación de Videla, para las familias de los marinos que esperan con el corazón en la boca que alguien les dé una noticia. Todos somos del mismo país. Todos buscamos lo mismo.
Los argentinos empezamos de a poco a entender que el derecho es precisamente universal. Derecho a saber de dónde venimos. Derecho a saber dónde se fueron nuestros seres queridos. Derecho para la izquierda, para la derecha, para el centro, para los militares, para los soldados, para los nietos, para los abuelos. Para todos.
Porque un país sembrado de NN es un país que no termina de sellar su pasado para encarar un futuro en paz.