Al ingresar al lugar, el silencio prevalece. Los árboles añosos y las plantas por momentos parecen dar vida al parque teñido de un amarillento césped. A ambos lados del camino de cemento que conduce a las diferentes áreas de atención e internación, las escenas que allí son cotidianas llaman la atención para quien ingresa por primera vez.
En la puerta de la dirección del hospital psiquiátrico El Sauce, ubicado en el distrito del mismo nombre en Guaymallén, un joven aparece desmayado boca abajo, casi sin poder moverse.
Alertadas de la situación, un grupo de mujeres que forman parte del personal lo ayudan a despertarse y reponerse. “Es uno de los pacientes del pabellón B”, afirma una de ellas. “¿Estás bien?, ¿podés caminar?, ¿cómo te llamás?”, le preguntan mientras lo acompañan de regreso al lugar donde por estos días recibe un tratamiento para lograr estabilizarse.
Patricia Gorra es médica psiquiatra y docente. Pero además es la directora del hospital y la encargada de mostrar por dentro a Los Andes las instalaciones del nosocomio que, más que ninguna otra otra institución de Mendoza, carga desde hace décadas con un arraigado estigma social. De hecho, este hospital psiquiátrico tuvo momentos oscuros, de decaimiento, y otros de esplendor.
Sobre 92 hectáreas de terreno, El Sauce se fundó en los años ’50 como un lugar a donde las familias “dejaban” a las personas que presentaban algún tipo de enfermedad mental o infección grave e, incluso, allí se recluía a quienes se enfermaban de lepra. Era un sitio donde, en soledad, la mayoría de los pacientes iban a pasar sus últimos días, sin esperanza de cura.
Hoy, aseguran los profesionales de la salud que allí trabajan, la tendencia al momento de abordar las patologías mentales es otra. Incluso en el marco de la actual Ley de Salud Mental N° 26.657, sancionada en 2010, los centros de atención psiquiátrica y psicológica tienen que promover la externación de los pacientes, que deben regresar a su entorno y con su familia tras cumplir con el adecuado tratamiento.
De acuerdo a los datos del hospital, uno de los dos psiquiátricos de la provincia (el otro es el Carlos Pereyra), en la actualidad el promedio de estadía de los pacientes que requieren de atención y seguimiento especializado es en promedio de 20 días. La ocupación de camas bajó considerablemente en los últimos años (125, de los cuales 10 tienen una permanencia de unos años) y creció la demanda de atención en los consultorios externos, donde cada mes se atiende a unas 2 mil personas, cuenten o no con obra social.
Desde adentro
La rehabilitación a través de talleres y actividades manuales es una de las herramientas que permiten complementar los tratamientos terapéuticos. En el salón habilitado para este fin, los colores por primera vez atraen la mirada.
En las paredes se pueden ver dibujos y en algunas estanterías aparecen entremezclados los elementos para realizar artesanías: papeles, cestos de cerámica y un tejido al telar a medio terminar son la prueba de ello. Matías (34), por ejemplo, cuenta que lo que más le gusta es pintar paisajes, retratos y flores. “Eso es lo que quiero seguir estudiando”, comenta mientras hace algunos retoques en el último de sus cuadros.
Patricia Gorra explica que El Sauce cuenta con cuatro espacios de internación, todos para personas a partir de los 18 años. El sector A es sólo de varones, la mayoría con edades de 35 a 45 años, mientras que el B recibe a quienes tienen una afección mental y que son derivados desde los juzgados tras haber cometido un delito.
“Aquí llegan luego de una evaluación que realiza el Cuerpo Médico Forense”, explica el doctor Mariano Motuca, jefe del servicio. En este sector los cuadros de psicosis, trastornos de la personalidad y depresión severa asociados al consumo de sustancias psicoactivas requieren de un tratamiento especializado por parte de los profesionales. En total, 43 hombres se encuentran alojados aquí mientras cumplen su tratamiento psiquiátrico. Algunas voces aseguran que están hacinados, pues allí no hay espacio para más de diez personas.
El pabellón C, por su parte, es mixto y atiende a 20 pacientes, la misma cantidad que el pabellón D, que es sólo de mujeres. En éste, su amplia sala con piso de baldosa aparece reluciente. Después de la hora del almuerzo, algunas pacientes se disponen a tomar un descanso o bien a mirar la televisión. Por momentos, los diálogos y los gestos de simpatía hacen de la estadía un momento ameno.
En contraste, otros detalles hablan a las claras de la necesidad de refuncionalizar el lugar. En las habitaciones, por ejemplo, las camas y almohadas muestran muchos años de uso. Lo mismo sucede con la infraestructura de los diferentes sectores del edificio, que mantienen un aspecto poco renovado.
Entre quejas y conformismo
Frente a las autoridades del nosocomio, consciente de la presencia de Los Andes y decidida a mostrar su verdad, una joven expresa desesperada:
“Yo les voy a contar lo que pasa acá. A mí todavía no me dan los medicamentos que debería haber tomado a las 8 de la mañana. No saben cómo tratan a estas pobres mujeres; alguien tiene que hacer algo”, se queja la chica, que ingresó al hospital en medio de una crisis que puso en peligro su vida. “Es imposible salir sano de este lugar. Aquí hay gente que suplica y sufre como ninguno de ustedes”, dice textual la carta que refleja su denuncia, escrita de puño y letra y que entregó a esta cronista.
Otros pacientes, como María (69), aseguran que en el hospital han recibido siempre buen trato. De hecho, ella aprendió allí a tejer, bordar y realizar artesanías en cuero. Postrada en una silla de ruedas, la mujer cuenta que llegó en el ’81 y que a pesar de tener la posibilidad de ser derivada a un hogar prefiere quedarse.
Por lo general, se trata de personas que no cuentan con familia; están solos y enfermos. “¿Usted podría venir a visitarme dentro de poco?”, pregunta María entusiasmada con la idea de contar con alguien que la escuche. A Hugo, que lleva casi el mismo tiempo que ella en el hospital, le gustaría que “cada tanto haya una presentación de títeres o algo que nos entretenga”.