Natali Castro (33) está en su puestito como todas las mañanas a partir de las cinco. Ve que un hombre le hace señas, llamándola. "En ese momento pienso que me va a pedir un café con leche y una torta, lo de siempre –cuenta ella-. Pero después me doy cuenta de que no". Al acercarse, nota que el tipo se agarra la panza. "Ayudame, me apuñalaron", pide él. Natali lo agarra del brazo y caminan juntos hacia la Guardia. Es otro día de trabajo para quienes se ganan la vida vendiendo desayunos, alicates o lo que sea alrededor del Hospital Central de la ciudad de Mendoza.
La mujer relata en presente, pero el episodio sucedió tiempo atrás. Es una entre las decenas de vivencias que guarda tras 13 años en la puerta del lugar. Natali se levanta a las 3, carga los termos, busca las tortitas y sale. "Y después tenés a los pesados que vienen de los boliches. O a los que se agarran a piñas", enumera.
Cerca de su sector, sobre calle Alem al 450, se multiplican los carritos que venden alimentos. El mate cocido, té o café más una torta ronda los $40 pesos, aunque la tarifa se hace flexible con "los clientes de toda la vida". Madrugada tras madrugada, el saludo cotidiano teje relaciones que duran décadas. Al lado de Natali está Verónica Galarza, que empezó siendo una clienta pero ahora viene simplemente a conversar.
Son las ocho. En el frente del hospital la gente va, viene, y un olor a sopa para enfermos –mezcla de caldo de gallina con fideos cabellos de ángel– se apropia de la brisa matinal. Con más de 450 consultas diarias, el pasillo de ingreso es un desfile de rengos, vendados, camillas, barbijos, enfermeros. Un hombre pasa con un respirador, y por el fondo deambula un muchacho que salió a tomar sol arrastrando un palo de donde cuelga el suero. Vaya clientela.
Mezcla milagrosa
"Somos como psicólogos", resume Horacio Rueda (55), que –junto a su esposa Marta– hace tres décadas que vende periódicos y café en la puerta del Central. "Acá te enterás de las preocupaciones de los enfermeros, los médicos y los pacientes".
Para los cafeteros, el horario fuerte es entre las 6.30 y las 7. Cuando sube el calor, las ventas bajan. "Obviamente, y a pesar de que cada vez somos más, mantenemos algunas reglas. Ningún laburante ocupa el lugar que ya tiene otro", avisa Horacio.
Su puesto es concurrido; una amalgama entre amigos y clientes. "Es un oficio en el que nunca te aburrís. Un poco estresante, porque escuchás a los familiares que vienen a cuidar a los enfermos y te afecta su situación", reconoce, mientras ofrece al cronista -¡gratis!- un café con tortita raspada. "Y a veces te encontrás con cada personaje…"
De repente se cuela una señora vestida de batik que saluda a los presentes con aire teatral. "Yo soy la profeta", declama. A hurtadillas, Horacio guiña un ojo: es una advertencia. "¡Vengo porque estoy en guerra espiritual contra Satán!", anuncia la mujer.
– ¿Pero usted viene a hacer la guerra espiritual acá al hospital?
–No, ahora iba a pagar la boleta de la luz. Pero desde temprano estoy en lucha permanente.
La autoproclamada profeta exige que no la retraten: "disculpá ¿Sabés por qué no quiero fotos? Porque después escanean mi cara y hacen películas porno. Ya me ha pasado". Al escucharla, varios taxistas intercambian miradas y se atragantan con el café. Ella no bromea. La escena es un delirio, sin embargo su veracidad puede constatarse de lunes a viernes charlando con Horacio y su esposa, que -según parece- persistirán en la puerta del hospital hasta que llegue el Apocalipsis.
Buscavidas
Más allá de los desayunos, el Central es un núcleo donde orbitan miles de objetos y biografías. Para los buscavidas mendocinos cada amanecer es el principio de una aventura con final incierto: un lunes venden juguetes, otro chocolatines, y al siguiente yoyós o spinners. Cerca de una parada de colectivos se escucha el melódico pregón de Coco Pereyra (73), que hoy optó por los caramelos.
–Mentol, frutilla, menta… ¡Tres paquetes por 40!
Desde su musculosa negra, su pelo largo y su barba, el Coco se define como un amante de la música y opina que "la única forma" de hacer su trabajo "es convertirse en filósofo callejero". "Tenés que ser pensante, si no te volvés loco. Pasa que hay mucho mambo dando vueltas. Un montón de gente vieja que no aprendió nada: esos son los que están arruinando el mundo", teoriza.
También hay momentos gratos, claro. "¿Sabés que es lo más lindo? Que a veces un desconocido te dice 'buen día' o 'Dios te bendiga'. No necesariamente compra. Te lo dice porque sí. Esas cosas te salvan".
Coco se despide. Cuando estira el brazo para saludar, en su mano hay 4 paquetes de caramelos. "Llevalos. Van de regalo", insiste. "Eso sí. Poné que ando necesitando un grabador, porque en mi casa tengo 600 casetes y no los puedo escuchar porque no tengo dónde".
La importancia de sonreír
A la vuelta, sobre calle Montecaseros, está el Centro Oncológico De Integración Regional (COIR). Ahí va la agente a tratarse contra el cáncer, y en la puerta está, enfundada en su amplio sombrero, Carmen Flores (33). También ella tiene el clásico tupper con tortas y facturas. "La clave, vendas lo que vendas, es ponerle onda. Porque nunca sabés cómo ha sido el día del que te está comprando", arranca.
Y da un ejemplo: "la otra vuelta una chica de veintitantos me pidió una factura y se sentó en esa silla. Como yo siempre saludo bien, me empezó a contar. Me dijo ´a partir de ahora nos vamos a ver seguido, porque estoy embarazada y con mi cáncer de mama me tengo que hacer quimioterapia'".
Carmen quedó desarmada ante tanta franqueza. "Imaginate, yo a esa piba la tengo que levantar como sea, hacerle un chiste, algo. Porque si no, ¿cómo hace?".
A pocos metros de distancia, en la puerta del COIR, circulan personas con semblante preocupado. Entre ambulancias, enfermos y refacciones –en la cuadra del Central se están haciendo importantes reformas– la vida se abre camino como puede, igual que las plantas que crecen sobre el asfalto en la primavera mendocina.
Cambalache
La venta ambulante suele ser un reflejo de las épocas de crisis. De hecho, a media mañana el hospital es epicentro de un trajín con innegable tinte latinoamericano. Ese alicate que cuelga de la mano de un vendedor terminará, quizá, cortando las uñas de alguna morocha de piernas torneadas. Aquel portadocumentos morirá aplastado en el bolsillo de un señor con sobrepeso. La crema antiinflamatoria irá a los juanetes del abuelo y los churros ya se van con una mamá chola que camina junto a su hijito.
¿Qué comparten la mayoría de los "buscas"? El miedo a los inspectores. Un petiso que prefiere no ser nombrado en esta nota tiene un puesto de lentes, de esos que se comercializan en los supermercados. Teme que las autoridades lo echen. Para espantar el riesgo, ha puesto -junto a la mesita donde se acumulan cristales y armazones de origen chino- un Nuevo Testamento. ¿Funcionan los Evangelios como protección? "En general no. ¡Me rajan con biblia y todo!", confiesa.