A Cristina Fernández le fue suficiente un regreso estelar y una fuerte sacudida al árbol de su gabinete para enterrar los rumores de la política. Algunos dirigentes peronistas opositores especulaban (¿o se ilusionaban?) con un final apresurado del actual ciclo presidencial, que lo provocarían la salud o el desánimo de Cristina.
Es cierto que sus problemas de salud no son evidentes, sobre todo el cardiológico, pero es verdad también que se mostró decidida a librar la próxima batalla. No se ha visto una presidenta en retirada sino una política que desplegó sus banderas de siempre, reacomodó su equipo y se aferró al poder. Percibió también los males políticos de su ausencia. Por ejemplo, el abismal vacío que su enfermedad dejó en el Gobierno. Ese vacío mostró un gobierno que basculaba entre la parálisis y la anarquía.
Una cosa es, con todo, el estrépito de la novedad y otra cosa serán las consecuencias de la novedad. La hiperactividad pública de Jorge Capitanich es la exacta contracara del letargo adulador de Abal Medina. Capitanich deslumbró con dos frases y un par de reuniones. Las teorías premodernas de Axel Kicillof son palabras amables comparadas con el despotismo barriobajero de Guillermo Moreno.
Kicillof es tan arrogante y despectivo como Moreno, pero nunca llegó, hasta ahora, al insulto chabacano del ex secretario. Las formas han cambiado pero nada indica que variarán las políticas fundamentales de la administración, que la Presidenta ratificó.
La larga carrera de Moreno en el poder cuestiona la plenitud de la democracia argentina. Moreno es obscenamente autoritario, un maltratador serial que cultiva el sadismo político. Estuvo diez años en la administración.
¿Su presencia no interpela, acaso, a la política, a los empresarios, a la Justicia y a la propia sociedad que lo toleraron? ¿Cómo pudo el sistema político aceptar que semejante funcionario hiciera lo que hizo desde un Estado supuestamente democrático? Lo que deja en la economía, además, es un páramo de destrucción y dependencia tras la mejor década internacional que tuvo la Argentina en mucho tiempo.
Después de él, el país depende dramáticamente de la energía importada. Durante este año, el Gobierno no quiso importar trigo por razones ideológicas, pero los argentinos llegaron a pagar 26 pesos el kilo de pan. Moreno había intervenido antes en el mercado del trigo.
Moreno es ya el pasado y, como López Rega en su momento, debió optar por el exilio voluntario. Sus políticas, sin embargo, se alargarán en el tiempo. A Cristina le gustan esos sistemas y esos modos en los que ella, y no la sociedad, decide con prepotencia sobre toda la economía. Ahora le será más complicado. La Presidenta se verá obligada con mucha frecuencia a laudar entre el jefe de Gabinete y el ministro de Economía.
Antiguos socios en una consultora privada, a Capitanich y a Kicillof los separarán de aquí en más el poder y la ideología. Los dos son constructores compulsivos de poder y a ambos les cuesta compartirlo. La ideología es una diferencia más profunda aún. Capitanich expresa a la eterna corporación peronista y Kicillof nunca fue eso; pertenece al sector cristinista de jóvenes que llegaron al poder sin ningún esfuerzo. Alberto Fernández suele recordar siempre la primera entrevista que tuvo con Kicillof, cuando aquél era todavía jefe de Gabinete. Kicillof hablaba críticamente de "ustedes" y se diferenciaba con "nosotros", en una clara réplica al peronismo kirchnerista.
Contra la definición de político de centroizquierda que hicieron algunos, Capitanich es, como todo caudillo peronista del interior, un conservador hecho y derecho. Sabe de economía pero aprendió en los manuales del muy ortodoxo instituto universitario Eseade, donde cursó una maestría. Kicillof toca otra melodía.
Hace poco, con un puesto en la Cancillería, el nuevo secretario de Comercio, Augusto Costa, un amigo de Kicillof, convocó a sesenta diplomáticos argentinos que estaban en el país para explicarles su visión del mundo desde "una perspectiva marxista-keynesiana". La fórmula es casi un oxímoron de la teoría económica. Keynes imaginó formas nuevas para que el Estado salvara al capitalismo en momentos de crisis. Marx fue directamente la refutación del capitalismo, al que veía como un obstáculo insalvable en la construcción de la felicidad colectiva.
Por ahora, Capitanich y Kicillof tienen un libreto parecido, que debe analizarse más por lo que esconden que por lo que dicen. Es bueno que haya funcionarios que encaran con decisión conferencias de prensa, pero sería mejor si hablaran con palabras claras de los problemas reales. Ninguno llamó a la inflación por su nombre. Ninguno habló de los letales cepos a las importaciones y a las monedas extranjeras, de la desastrosa caída de la inversión privada y de la necesidad de una mayor competencia para ampliar la oferta. Al revés, Capitanich puso el acento en la inversión del Estado. Pero uno de los conflictos de la economía es que el Estado se quedó sin recursos genuinos.
Seguramente Capitanich estará más cerca de una alianza táctica con el nuevo presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, el único funcionario kirchnerista al que todos le reconocen sentido común y experiencia en la administración bancaria. En el otro lado, Kicillof está llenando la cartera económica de amigos suyos, personales e ideológicos. El ex secretario de Finanzas, Adrián Cosentino, preparaba un fin de semana largo elaborando propuestas para Kicillof cuando lo sorprendió el despido.
Cosentino suponía que el nuevo ministro no prescindiría de sus buenos contactos en el mundo de las finanzas internacionales ni tampoco de varias negociaciones internacionales lideradas por él. Pero Kicillof no está dispuesto a discutir sus ideas con ningún subalterno salido de otras capillas ideológicas.
Hay otro Capitanich y existe un mismo Kicillof. Aquel economista que podría haber estudiado cómodamente en el liberal CEMA, Capitanich, fue también el único gobernador peronista que apoyó sin fisuras la reforma judicial que la Corte Suprema terminó declarando inconstitucional. Fue el gobernador que redactó un documento de los mandatarios peronistas, en el que tildó de "golpistas" a los caceroleros de las primeras manifestaciones masivas. Capitanich cultiva una disciplina política casi soviética pero tiene ideas propias sobre la economía.
Ni él sabe aún qué prevalecerá en él mismo: si la disciplina o las ideas. Lo cierto es que ahora deberá cuidar a una presidenta convaleciente, a un gobierno muy frágil y a su propio capital político. Fue uno de los pocos gobernadores peronistas que hicieron una muy buena elección en octubre. Hay un dato que ha pasado casi inadvertido.
Capitanich pidió licencia como gobernador. No renunció. Al jefe de Gabinete le queda el mismo tiempo que a Cristina como gobernador y, también como ella, no tiene reelección. ¿Piensa que podría volver al Chaco antes de 2015? Tal vez.
Kicillof, en cambio, viene de ser viceministro de Economía de un ministro fantasma, Hernán Lorenzino. El ministro de hecho era Kicillof. Fue el ideólogo y el ejecutor de la confiscación de YPF, que hizo desobedeciendo las indicaciones de la Constitución sobre expropiaciones, con tropas de la Gendarmería incluidas.
Fue el autor de la ley que permite al Estado sentarse en los directorios de las empresas con acciones del Estado, heredadas de las viejas AFJP. Y fue el impulsor de la ley que permite hasta que una minoría insignificante de accionistas de una empresa privada pueda intervenir su conducción. Sedujo a Cristina con esas ideas y los dos espantaron a los inversores.
La Presidenta aludió en uno de sus discursos recientes a la necesidad de que vengan inversiones del exterior. ¿Cambió? El Banco Central necesita ahora que lleguen dólares, no que se vayan permanentemente. Eso es lo que cambió. ¿Cambiará también Kicillof? ¿Su ambición de poder es más poderosa que su ideología? En las respuestas que no están aún se encierran las condiciones de los próximos dos años.
Cristina reapareció como en el debut de una estrella de televisión. Pero con eso y con el despido de tres ministros; de un superministro, Moreno, y de un presidente del Banco Central, le bastó para reposicionarse en el liderazgo. Ignoró, campante, la derrota y la crisis. La oposición que surgió en octubre no le exige mucho más. Los líderes más notables de la política opositora (Massa, Macri, Scioli, Cobos) son lobos solitarios, guiados por el instinto más que por estructuras partidarias. El poder de todos ellos se respalda más en el marketing que en la política.
La estrategia de Cristina es también una construcción de marketing, pero su primera ley es conservar la iniciativa política. Con esas ideas simples ha logrado disimular su lado más débil: está al frente de un gobierno derrotado y de un país con varias crisis abiertas, sin reelección y sin sucesión auténticamente propia. Está, en fin, parada frente a un erial inminente, arduo y mezquino.
Dos hombres fuertes muy distintos
En sus primeras apariciones públicas luego de su convalescencia, Cristina Fernández ignoró referirse a la derrota política o a la crisis económica. Frente a un espacio yermo de opositores de fuste (más allá de individualidades sin partido) recuperó fácilm
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