No es muy difícil ser policía en un paraje como Uspallata, donde todos se conocen (son casi 10 mil habitantes) y prácticamente no hay delitos. Y por los cuatro puntos cardinales se aparecen paisajes de ensoñación. Los más de los casos con que cuenta la seccional 23 que acaba de cumplir 46 años, tienen que ver con rescates de montañistas (que en invierno son de peligro extremo) o con accidentes de tránsito que ocurren en la jurisdicción de la comisaría.
Antonio "El Colorado" Montaña (56) y Emilio Pizarro (67) son dos cabos jubilados que trabajaron más de veinte años en la comisaría 23 de Uspallata. Pero además cuentan con la particularidad de ser vecinos de la villa, lo que los hace conocedores indiscutidos de la zona, de sus vecinos y de sus historias. En diálogo con Los Andes, estos baqueanos recordaron algunas de sus anécdotas de sus días como policías.
"En las escaleras veíamos a una persona que subía pero cuando prendíamos la luz, nunca había nadie. Con el tiempo llegamos a acostumbrarnos a que eso sucediera", recuerda el cabo jubilado Antonio Montaña quien trabajó durante más de 20 años en la comisaría 23. "Una vez llegamos a tirar azúcar en las escaleras para ver si quedaban las pisadas. Pero cuando sentimos los pasos, buscamos las huellas en los escalones y no había nada", comentó.
Las apariciones de lo que parecía una figura humana se remontan a los inicios de la dependencia policial y con el tiempo comenzó a inquietar a todos los efectivos que pasaban por el lugar.
"Les sacaba las frazadas a los que dormían en el Casino. Una noche entré a la cocina, que estaba iluminada sólo por la luz de una hornalla encendida. Parado al lado del horno vi a una persona que tenía puesta una capa similar a la usada antiguamente por los policías los días de lluvia. Pero cuando prendí la luz, en la cocina no había nadie", contó el ex policía.
La respuesta al misterio del fantasma pareció revelarse un día, cuando los efectivos limpiaban un cuarto que había en la comisaría. "En el entretecho encontramos una valija de cuero y cartón prensado. Adentro tenía tres huesos humanos, cucharas de alpaca, platos, escrituras y ropas de color azul que podrían haber pertenecido a un minero". Los policías pensaron que con el hallazgo iban a desaparecer las apariciones y hasta decidieron quemar los huesos para ahuyentar el ánima. "Pero siguió ahí. Hasta que con el tiempo nos acostumbramos".
Así las cosas, el fantasma atormenta hasta la actualidad. No hace mucho tiempo, un policía de los nuevos de la comisaría se acercó a la casa de Montaña con una inquietud. "Colorado, ¿es cierto que en la comisaría hay un fantasma. Yo lo vi", confesó el efectivo.
"Cierta mañana llegué a la guardia y me informaron que en la madrugada habían robado una bicicleta de carrera nueva de una fiesta que había habido frente al cementerio", recordó Montaña.
El policía mantuvo una corta entrevista con Jorge Flores, el dueño del rodado durante la cual hizo hincapié en reconstruir cómo eran las ruedas de la bicicleta. "La delantera tenía un dibujo y la de atrás era lisa", recuerda el ex cabo.
Como el camino era de tierra, Montaña buscó las huellas de las cubiertas y para cuando las encontró comenzó a seguirlas. Así caminó varios metros hasta que terminó en un campo inculto. Las marcas lo llevaron hasta un matorral, detrás del cual estaba escondida la bicicleta buscada. Pero el ladrón había dejado otro rastro. "Noté que justo donde terminaban las huellas de las ruedas, empezaban las de unos borceguíes. Las seguí. Vi cómo en el camino, el ladrón había pisado y movido algunas piedras. No le perdí el rastro ni cuando cruzó un río seco", relató el cabo.
Las marcas condujeron al efectivo a la puerta de una vivienda, en donde regaba una mujer. "La dueña de casa me conocía y me saludó afectuosamente. Cuando le pregunté por el hijo, me dijo que entrara, que acababa de llegar y que se había acostado a dormir", siguió relatando. Junto a la cama del joven sospechoso había un par de borceguíes embarrados, cuya suela y número de calzado coincidían con las huellas dejadas por el delincuente. Acorralado, finalmente, el ladrón de la bicicleta terminó por confesar su fechoría y el rodado volvió a manos de su dueño.
"Una mañana me pidieron que subiera a caballo el cerro Alumbre, que tiene 3.428 metros. Debía ir a verificar las antenas de los canales de televisión que estaban ubicadas en la cima. Ese viaje me llevaba alrededor de cuatro horas", comienza a relatar el ex cabo Emilio Pizarro.
"Cuando llegué a la zona de Los Hoyos vi tirado un avión y me di cuenta de que se trataba del que estaba desaparecido desde hacía cuatro días", recuerda Emilio.
En efecto, el avión era un Hércules perteneciente a la IV Brigada Aérea del cual se había perdido el rastro hacía, al menos, cuatro días. Los tripulantes estaban todos muertos.
Como Pizarro estaba solo, debió seguir su viaje hasta las antenas televisivas y luego regresó a la comisaría a contar el hallazgo. "El avión era buscado por la zona de Los Patos pero, en realidad, la búsqueda estaba errada por más de 100 kilómetros. Y yo lo encontré sin buscarlo", recordó Pizarro.
Según el archivo de diario Los Andes, el accidente aéreo ocurrió el 11 de febrero de 1981, en el cerro Alumbre a unos cincuenta kilómetros al oeste de la ciudad y 30 al sur de Uspallata. Los tripulantes eran el vicecomodoro Norberto Razquin (sobrino del meteorólogo Bernardo Razquin) y el alférez Carlos Echevarría.
El avión, una nave de entrenamiento Morane-Saulnier MS 760 París, de la IV Brigada Aérea, perteneciente a la Fuerza Aérea Argentina, se declaró en alerta cuando hacía un viaje de rutina.
"Una tarde estaba en la comisaría y la policía de Córdoba nos avisó que en la zona de El Cordón Bonilla una familia que viajaba en un jeep Land Rover se había dado vuelta", comienza otra anécdota Pizarro.
La noticia se conoció a través de un motociclista cordobés que fue testigo del accidente y que tenía como único medio de comunicación un transmisor con el cual se comunicaba con su provincia.
Se hicieron varios viajes hasta ese lugar pero los policías no hallaron nada, a tal punto que pensaron que sus pares de Córdoba les estaban jugando una broma.
"Hablé con los policías cordobeses y les pedí que le preguntaran al motociclista cómo eran las ruedas del jeep y me respondieron que eran de tipo pantaneras. Entonces subí el Bonilla, anduve por Canota, por el lago La Cerraja y cuando llegué a Casa de Piedra vi las huellas del auto", siguió.
Pizarro notó que en ese lugar se había iniciado el accidente y ya no sólo las marcas de las cubiertas del jeep le sirvieron como señal sino también buena parte de elementos que la familia había perdido: "Había trozos de asado, soda, vinos desperdigados por el camino. Se notaba que el vehículo había dado varios tumbos", dijo.
Finalmente la familia fue rescatada cerca de las tres de la madrugada. El frío del invierno y la nieve había prácticamente congelado a las víctimas, además de las heridas ocasionadas por el siniestro.
Días después Pizarro remolcó el jeep y se dio cuenta de que era importado, de origen canadiense. Una de las víctimas se lo ofreció como regalo pero finalmente el auto fue devuelto a sus dueños. "Lo único que no pude devolverles fue el asado, que se había perdido debajo de la nieve durante el rescate", finalizó.