Lo que tal vez sea menos conocido es la importancia que tuvo la bodega Giol en la valorización de la tierra, la urbanización del agro y la dinamización de los cambios en la arquitectura del vino y de su entorno a comienzos del siglo XX, todo lo cual la convierte en un hito insoslayable de la modernización vitivinícola.
En 1896, Gerónimo Bautista Gargantini, de origen suizo y Juan Giol, italiano, formaron una sociedad a la que denominaron "La Colina de Oro". Compraron 44 hectáreas en Maipú y levantaron los primeros cuerpos de la bodega. El crecimiento de la producción fue vertiginoso: según una publicación de la firma, La Colina de Oro pasó de elaborar 40.000 hectolitros en 1898 a 300.000 en 1910. En sólo cuatro años -de 1906 a 1910- se anexaron al establecimiento de Maipú más de siete mil hectáreas entre viñas, potreros y campos incultos; se compró una bodega en Russell y se construyó otra en Rivadavia. Hacia 1910, y en época de vendimia, el personal de La Colina de Oro alcanzaba a más de 300 vendimiadores entre hombres, mujeres y niños. A ellos se sumaban 220 trabajadores en la bodega, 80 toneleros y 100 carreros.
La bodega y su efecto urbanizador
La presencia de la bodega LCO fue decisiva en el proceso de urbanización del carril Ozamis hacia el norte hasta la estación Gutiérrez. Numerosos avisos inmobiliarios en los periódicos de la época dan cuenta de este proceso y ponen en evidencia el rol protagónico que ejerció la bodega en el fenómeno de poblamiento.
La ubicación “enfrente” era considerada de privilegio, dada la importancia económica de la firma y la actividad que generaba a su alrededor. En efecto, la zona se pobló de viviendas y negocios, proliferaron almacenes, cantinas y fondas; nuevos espacios de sociabilidad donde el inmigrante desarrolló estrategias para provocar encuentros con “conocidos, desconocidos y extranjeros”. Muchos de estos lugares, que permanecen aún en la memoria de algunos maipucinos, se ubicaban estratégicamente en sus cercanías.
Según Fernández Peláez, punto de concentración de obreros y carreros eran “La Nacional -en la esquina de Barcala y Ozamis; La Recoleta -Ozamis y Tropero Sosa; Los Tres Picos “a media cuadra del Banco Provincia, a una de la plaza, Iglesia y Municipalidad, calle de por medio con la viña y Bodega de los señores Giol y Gargantini”. Paralelamente, se instalaron en sus proximidades talleres metalúrgicos, fábricas de carros, corralones, carpinterías, destilerías, que satisfacían la creciente demanda de servicios complementarios a la bodega.
La Colina de Oro originó la valorización de las tierras aledañas y una rápida urbanización del carril Ozamis y de su paralela hacia el este, desde la plaza departamental a la estación Gutiérrez, donde también se habían instalado otras bodegas como López, Bertona y El Progreso. En 1908 se modificó el radio urbano de la villa de Maipú incorporando ese sector, a fin de extender a esas calles el beneficio de los servicios públicos.
En este proceso urbanizador, la bodega La Colina de Oro y sus casas patronales fueron los modelos a imitar; y de esta forma, cumplieron una tarea decisiva en el desarrollo de una nueva edilicia urbana.
La construcción de una bodega moderna
La bodega fue diseñada por el ingeniero italiano Antonio Gnello, quien había trabajado junto al ingeniero César Cipoletti en la construcción del dique regulador sobre el río Mendoza. En la organización del establecimiento buscó racionalizar el proceso y los tiempos de elaboración por medio de un sistema eficiente de zonificación que asegurara conexiones rápidas, disminuyera los recorridos y facilitara un ciclo de elaboración continuo: vendimia-molienda-fermentación-conservación-fraccionamiento y expedición.
También incorporó nuevas tecnologías constructivas como las cabriadas francesas “Polonceau”, que reemplazaron -por su sencillez y economía- a las pesadas cabriadas de álamo difundidas durante el siglo XIX en Mendoza. En tanto, perfiles de acero provenientes de los principales países industrializados, permitieron construir naves y entrepisos para albergar la creciente producción.
En relación a los muros, en el primer cuerpo se usó el tradicional adobe (probablemente su elección se debió a la inercia térmica que proporcionaban los gruesos muros de este mampuesto). No obstante, en las sucesivas ampliaciones se adoptó definitivamente el ladrillo.
La modernización también se hizo evidente en las vasijas de roble de Nancy o de Norteamérica. Este equipamiento de maderas finas sólo estaba reservado a los grandes establecimientos de la época, capaces de invertir en ellos fuertes sumas de dinero. Las duelas llegaban por medio del ferrocarril y en las bodegas eran armadas por expertos toneleros. Emblemático resultó el tonel de 800 hectolitros que Giol y Gargantini hicieron construir en la afamada casa Fruhinsholz de Francia, para la exposición industrial del Centenario celebrada en Buenos Aires. Paralelamente se innovó en la construcción de piletas de hormigón armado por sus ventajas de capacidad y precio.
La Colina de Oro fue una verdadera cantera de experimentación, donde se pusieron a prueba las innovadoras maquinarias extranjeras, colocándose así, para prácticas industriales modernas, a la vanguardia de los países del mundo. Bombas, moledoras, prensas hidráulicas, filtros, equipos refrigerantes, pasteurizadores, alambiques, rectificadores, vaporizadores, y un variado equipamiento se incorporó para atender las distintas operaciones del proceso de vinificación.
El estilo neorrenacimiento
El tipo arquitectónico de las bodegas consistió en grandes volúmenes simples, cúbicos, cuyo interés estético y representativo recaía en la fachada principal. El estilo formal que exhibieron fue el neorrenacimiento italiano, que tuvo una amplia difusión en la arquitectura de la Revolución Industrial, probablemente por su geometría sencilla y lógica constructiva, apta para racionalizar la construcción.
El ladrillo permitió desarrollar vistosas fachadas molduradas, que resultaban de una construcción relativamente sencilla, ya que no requería terminaciones especiales sino sólo buenos albañiles. Además de la extensa fachada del cuerpo del Oeste de Giol, Mendoza cuenta con destacados ejemplos en ese estilo como la antigua Bodega Tomba; la actual Trapiche, en Coquimbito (Maipú); Weinert en Luján de Cuyo, entre otros. El común denominador en estos establecimientos es el uso del ladrillo a la vista y por sobre todo, el magistral manejo de este mampuesto, poniendo en evidencia la participación de hábiles artesanos, muchos de ellos provenientes del norte de Italia, con fuerte tradición ladrillera.
La Sociedad Anónima (1911- 1954)
En pleno apogeo de la empresa, en 1911, Bautista Gargantini decidió retirarse amigablemente de la sociedad y regresar a su patria. Unos años más tarde lo haría Juan Giol, por lo que el establecimiento quedaría en manos del banco Español del Río de la Plata.
Este período que va desde la formación de la SA en 1911 hasta la venta en el año 1954 del 51% de las acciones al Estado provincial, se caracterizó por el crecimiento de la producción y la expansión comercial con el establecimiento de seis plantas de fraccionamiento en distintos puntos del país.
Hacia mediados del siglo XX la situación financiera de la bodega no era buena debido a la coyuntura de la vitivinicultura provincial y a la deuda que mantenía el Banco Español con el Banco Central; por lo que debió vender en 1954, el 51% de las acciones al Estado provincial. Diez años más tarde la totalidad de la Bodegas y Viñedos Giol quedaría en manos de la provincia.
La empresa estatal, con una superestructura edilicia y funcional en gran parte obsoleta, no pudo enfrentar la grave crisis vitivinícola de los años 1970-80, por lo que el gobierno provincial, en 1987, decidió su privatización.
Este proceso, desde lo urbano y arquitectónico, supuso una total desarticulación del establecimiento de Maipú. Hoy, su entorno se presenta degradado, con el casco industrial fraccionado en manos de distintos propietarios que han acometido emprendimientos diversos. En cuanto a las casas patronales, separadas del conjunto, fueron donadas al Municipio de Maipú por Ley 6.085 del 28 de octubre de 1993, para la creación del Museo Nacional del Vino y la Vendimia.
El otrora gigante de la industria en manos de la Cooperativa Lumai está físicamente debilitado por la falta de mantenimiento. No obstante, posee aún importantes cualidades arquitectónicas: amplios espacios, nobles materiales, solidez constructiva, notable expresión plástica y gran valor económico en cuanto a lo edilicio y capacidad de vasija. A ello hay que sumarle un valor intangible dado por sus significados histórico-sociales y económicos motivo de un profundo arraigo en la memoria social de la comunidad.
Es por ello, que el establecimiento amerita su puesta en valor para adaptarlo a nuevos usos y potenciar sus significados y valores. Asimismo, se hace necesario restablecer su vinculación con las antiguas casas patronales, tanto físicas como discursivas, en los recorridos turísticos para poder comprender e interpretar al conjunto en su verdadera dimensión histórica y significativa como emblema de la vitivinicultura mendocina.
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