Con el cinismo que siempre lo caracterizó, el más frívolo de todos los montoneros, Rodolfo Galimberti, solía ironizar con que así como en los revolucionarios años 70 para lograr reconocimiento social y la admiración de las chicas, lo que más rendía era ser o decirse guerrillero, en los menemistas años 90 eso mismo se conseguía siendo, queriendo ser o diciendo que se era empresario. Eso sí, en un caso o en otro, peronista siempre. Porque sólo formando parte de ese movimiento se adquiere el suficiente estilo transgresor como para poder conquistar los cielos, sean éstos los cielos del Che Guevara o los de David Rockefeller. Así, tanto como secuestrador o como socio de Jorge Born, Galimberti logró, hasta su muerte, seguir en la palestra aunque nadie pudiera negar que se trataba de un simple y puro chanta. Pero un chanta que no se privó jamás de cobrar innumerables beneficios por serlo. Bien puede haber dicho, en el instante previo a morir, si aún mantenía la conciencia, que a pesar de todos los contratiempos, tuvo una lucrativa y afortunada vida. Fue un triunfador de la Argentina decadente, una expresión de lo peor de la misma.
Y, para colmo, dejó discípulos.
El principal de lejos, el mejor, el más inteligente y brillante, el que lo copió y superó es sin dudas Amado Boudou. Que tuvo el tupé, la audacia, la desfachatez y ¿por qué no? la genialidad de sintetizar en su persona a Rodolfo Galimberti y Néstor Kirchner.
Con Néstor descubrió que para conseguir impunidad y prestigio en un solo combo, en los dos mil, eso ya no se lograba siendo guerrillero o empresario. Las modas habían cambiado. Ahora lo que se requería era ser ideológicamente progre. Lo único que no cambió es que igual que antes, también se requería ser peronista.
Néstor, que hasta entonces venía actuando como un caudillejo peronista de provincia, descubrió que si quería hacer en el país exactamente lo mismo que hizo en Santa Cruz (que es lo único que nunca dudó que debía hacer), ahora tenía que seguir un posgrado acelerado de progresismo. No para aliarse con los que así pensaban, sino para convertirse nominalmente en uno de ellos, en su versión más extrema y exagerada, como hacen los conversos. Para eso debía repetir como un loro todas las consignas de las Madres de Plaza de Mayo, del zaffaronismo abolicionista, de Cuba como faro resistente de la revolución y del resto de los clichés de este tipo de pensar. Un pensar, por cierto, tan respetable o criticable como cualquier otro.
Ser progre no es ninguna virtud ni ningún pecado, es una opción como cualquiera. Pero en ese determinado momento histórico era el pasaporte para comprar impunidad, era lo único que en materia de ideología política quedaba más o menos en pie (al menos en un gran sector ilustrado que lo practicaba y que seguía teniendo influencia social luego de la debacle de 2001). Entonces Kirchner lo compró llave en mano para seguir haciendo lo mismo que hacía cuando no era progre, pero esta vez defendido por los progres, que vieron en el nuevo presidente a alguien que hablaba exactamente igual que ellos. Tan bien pero tan bien lo hizo, que jamás ninguno de los progres que lo adoptó como su nuevo líder se preguntó (y en el fondo tampoco le interesó preguntarse) si hacía lo que ellos siempre soñaron había que hacer en el caso que alguna vez llegaran al poder. Eso pasó a ser intrascendente. Es que así como Kirchner logró el poder sin lucha alguna, simplemente cedido por Duhalde, los progres llegaron al poder sin lucha alguna, simplemente llevados allí de la mano por Kirchner, que los necesitaba como coartada ideológica para santacrucificar Argentina. Fue una estrategia genial.
Y mientras todo esto pasaba, un jovenzuelo liberalote, de ideas conservadoras, ambiciones económicas de oligarca, figurón, frívolo, amigo de la noche y de las juergas, descubría que para vivir como un bacán hasta la muerte debía pegar un salto a la política, la única actividad que le garantizaría los recursos suficientes para eternizar ese estilo de vida.
Kirchner no era progre pero sí peronista. Boudou no era ninguna de las dos cosas. Pero se hizo ambas con una velocidad sorprendente. Y así llegó a los escalones más altos de la carrera política, demostrando qué requisitos meritocráticos se necesitan hoy para llegar a conducir los destinos del país. Lo suyo fue aún más desembozado que lo de Néstor. No dudó en seguir practicando la vida isidoresca de antes pero ahora protegido por su conversión ideológica. Total, gracias a Galimberti y Kirchner había descubierto mejor que nadie que en la Argentina lo importante no era lo que se hacía sino lo que se decía. Así iba por las facultades de Ciencias Económicas proponiendo suplantar el liberalismo por el marxismo, y caradureces similares. O se lavaba las patas en Plaza de Mayo junto a D’Elía y Esteche. Mientras, se hacía rico y hacía rico a sus amigos desde el poder con desfachatez infinita. En tanto gritara “revolución”, a los que de verdad creían en ella les bastaba, aunque se quedara con la máquina de hacer dinero, viviera en Puerto Madero y tirara manteca al techo como un digno heredero de esa vieja oligarquía tan criticada por los progres.
Así, aún hoy son muchos los izquierdistas que dicen que es un perseguido político por la derecha. Y, mientras sale de su fugaz prisión matándose de risa de ellos y de todos nosotros, Amado le pone a sus mellicitos recién nacidos, Simón (por Bolívar) y León (por Trotsky), a ver si los inocentes bebés heredan lo que su papá aprendió de Galimberti y Néstor.