En los últimos días ha tomado centralidad, en el espacio público mendocino, la discusión en torno a la necesidad o no de realizar una audiencia pública -en adelante AP- en la causa en la que se cuestiona la constitucionalidad de la Ley 7.722.
El pasado 4 de agosto, los jueces Pérez Hualde, Llorente, Salvini y Gómez -con el voto en disidencia de Palermo, Adaro y Nanclares- decidieron rechazar el pedido de AP formulado por el procurador general.
No obstante ello, el fiscal de Estado recurrió la resolución y previo a la nueva decisión del Máximo Tribunal, referentes en la materia como Lorenzetti -Presidente de la Corte Suprema de Justicia- y Gargarella -uno de los mentores del constitucionalismo dialógico-, avalaron la AP. También Pérez Esquivel -Premio Nobel de la Paz- manifestó la trascendencia del asunto.
Sin embargo, la Suprema Corte mendocina confirmó su negativa. Ciertos aspectos de tal resolución resultan criticables.
En primer lugar, ciñe el alcance de la AP a un mero medio probatorio, desconociendo su carácter de mecanismo de participación ciudadana en la formación de la voluntad común y de una vía de apertura, al pueblo, del Poder Judicial -órgano estatal con grandes cuestionamientos en cuanto a su (i) legitimidad-.
Con este enfoque, olvidan que su razón de ser reside en dotar de legitimidad a las actuaciones judiciales mediante la intervención ciudadana en la toma de decisiones, a fin de que sean el resultado de amplios procesos de discusión pública.
La Suprema Corte desatiende que las AP tienen su fundamento no sólo en la función de esclarecer la verdad de la materia sometida a decisión sino en su contribución al acceso a la justicia y al control social colectivo de la actividad judicial. Sin embargo, la concepción del voto mayoritario es poco favorable al diálogo intersubjetivo, a nutrir el debate y a la publicidad.
En una democracia pluralista y deliberativa la construcción de lo justo debe ser tarea de todos. El pueblo tiene derecho a estar en el centro de la creación normativa y las AP configuran un instrumento para ello.
Entonces, es dable la pregunta acerca de si ha de ser legítima y democrática la decisión definitiva que tome el tribunal acerca de la constitucionalidad o no de Ley 7.722, luego de haber negado el derecho a expresarse del pueblo en el ámbito judicial, avalado por el procurador, el fiscal de Estado, la comunidad mendocina, el Presidente de la Corte Suprema, los jueces del voto minoritario y el Nobel de la Paz.
El segundo aspecto criticable tiene asidero en la aseveración de que "no puede afirmarse que en la causa existan intereses que superen los propios de las partes". Se advierte una contradicción con la anterior resolución, en la cual los mismos magistrados reconocieron que "la trascendencia institucional de la cuestión excedía el interés de las partes", con la diferencia que en aquella oportunidad el motivo del rechazo era la falta de utilidad práctica de la AP en el caso concreto. Más allá del giro, resulta reprochable el hecho de desconocer la trascendencia social, ambiental y económica.
En tercer lugar, afirma que la AP carece de utilidad, dado que el pueblo ya se halla representado en la causa con la intervención del Estado provincial como parte demandada en el litigio. Esta interpretación desconoce la Ley General de Ambiente y Tratados Internacionales de Derechos Humanos que consagran el derecho del pueblo a participar en el tratamiento de asuntos ambientales.
En conclusión, la Suprema Corte perdió la posibilidad de dar el debate que Mendoza merece respecto de sus recursos naturales, a través de un procedimiento idóneo para la formación de consenso, difusión de la información, racionalidad de la decisión y democratización del servicio de justicia.
Esta decisión excede el asunto judicial concreto, más bien se relaciona con el modelo de Estado y, concretamente, con el "servicio de justicia" -art 117 inc. 7 CN-.
Los interrogantes son los siguientes: ¿Deseamos un Poder Judicial a espaldas de las demandas populares, bajo la quimera de que sus miembros son "técnicos expertos" que disponen de la capacidad para determinar lo justo y de acceder a la totalidad de lo real, a todos los puntos de vista, sin necesidad de receptar aportes y valoraciones de la ciudadanía? ¿O vamos a exigir un Poder Judicial que se despoje de sus rasgos aislacionistas para ser sensible a la voluntad popular, interesado en llevar adelante un gobierno abierto?
El desafío de lograr un Poder Judicial democrático y transparente es a fin de que ni las partes ni los operadores jurídicos oculten, enmascaren o disimulen información, intereses, intencionalidades o posiciones políticas en juego. Si logramos dejar atrás este paradigma de hermetismo en el Poder Judicial, daremos por satisfecho el anhelo de Foucault: “Hacer aparecer aquello que ha permanecido hasta ahora más escondido, oculto y profundamente investido en la historia: las relaciones de poder”.
A su vez, para la asunción (por parte de los operadores jurídicos) de un rol activo como promotores de la deliberación democrática, resulta fundamental reconocer que el ámbito judicial es un espacio de lucha por los derechos, un espacio de lucha política y, por lo tanto, un espacio público -art. 146 CM-, ya que las decisiones que allí se toman inciden sobre las prerrogativas de la sociedad. Tal como dice Jean-Paul Sartre, "nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, compromete a la sociedad entera; así soy responsable para mí mismo y para todos".
En suma, se trata de poner a los operadores jurídicos en posesión de lo que son y asentar sobre ellos la responsabilidad política directa sobre el pueblo. Porque el Estado no es sólo el Poder Ejecutivo y Legislativo, sino también el Judicial. Por ende, garante del bienestar de la sociedad, cuyos fines son: avanzar en el reconocimiento de derechos, lograr conquistas sociales y "afianzar la justicia" -Preámbulo CN-.
Finalmente, los alentamos a no darse por vencidos y a asumir el reto de alentar la creación de nuevos mundos más justos, igualitarios y democráticos.