Henry, el sindicalista de 13 años que desafía al progresismo

El trabajo infantil es tema de fuerte debate en Bolivia. Buscan prohibirlo, pero las necesidades de una población muy pobre obligan a los menores a subsistir como sea.

Henry, el sindicalista de 13 años que desafía al progresismo

Una mañana de diciembre, poco antes de Navidad, el presidente Evo Morales recibió en el comedor del Palacio Quemado a treinta chicos y chicas para desayunar. Eran los representantes de la Unatsbo, el sindicato de niños y adolescentes trabajadores de Bolivia.

El encuentro llegó tres días después de una escandalosa represión policial a una protesta de los chicos, que están en contra del proyecto que busca prohibir el trabajo infantil.

El propio presidente forma parte de una población dividida por este tema: él mismo trabaja desde los seis años, cuando vendía helados para ayudar a su familia y, aunque está en contra de la explotación, cree que el trabajo desde la infancia “crea conciencia social”.

A la cabeza de la delegación que desayunó con Evo estaba Henry Apaza, de 13 años, líder natural del sindicato, vendedor de cigarrillos en la ciudad satélite de El Alto desde los 7, un talento para los números y uno de los mejores alumnos en su escuela, adonde asiste por las noches. Las hermanitas de Henry también trabajan: venden CD para karaoke en las mismas calles bulliciosas, a 4.600 metros de altura.

Henry es uno de los 848.000 chicos que trabajan en Bolivia y uno de los 14 millones de niños y niñas de entre 5 y 17 años que lo hacen en América Latina. Un 80% de los chicos bolivianos trabaja en el campo, casi exclusivamente con sus familias, en lo que es una larga tradición que incluye tareas crueles como la cosecha de castaña y de caña, o el trabajo en las minas.

Un estudio señala que el 93% de los chicos bolivianos trabajadores de entre 5 y 17 años asiste a la escuela, con lo cual se debilita el argumento más sólido que esgrimen quienes procuran eliminar el trabajo infantil porque perpetúa la pobreza y la exclusión social.

“Pero ¿cómo puede ser el rendimiento académico de estos chicos que, además de trabajar todo el día, deben asistir a la escuela por la noche?”, se pregunta Isabel Mesa, prestigiosa autora boliviana de literatura infantil, que advierte así que ir a la escuela no garantiza el aprendizaje. Mesa sabe que es imposible eliminar con una ley una práctica de siglos, pero cree que “Bolivia tiene que apostar por la educación”.

Aun pese al crecimiento macro de los últimos años y las políticas estatales de asistencia, sigue habiendo un 59% de pobreza en Bolivia, que se estira dramáticamente hasta el 80% en zonas como Potosí. La expectativa de vida sigue siendo muy baja: 65 años para los hombres y 69 para las mujeres.

Pobreza e ignorancia son una fórmula letal y aún falta mucho para que los chicos como Henry sólo se dediquen a lo que deberían: ir a la escuela y divertirse con amigos, formarse como personas y ciudadanos.

“No pueden dejar sin trabajo a quienes por las circunstancias de la vida tenemos que trabajar”, dice Henry con un lenguaje precipitadamente adulto, observando al mundo desde la visera de su gorra.

Él y sus compañeros exigen que la nueva ley no imponga límites de edad para la venta callejera o el cuidado de vehículos y que el piso para los trabajos en relación de dependencia sea los 12 años, es decir, dos menos de los que indica la OIT, desde 1973.

Genera enormes contradicciones lo que deberá legislar la Asamblea boliviana esta semana: prohibir el trabajo infantil podría agravar el escenario al darles carácter clandestino a esas tareas. Aun con la mejor buena voluntad, se podría terminar fomentando la explotación y hasta la esclavitud de los chicos. Nada más lejos del progreso. Nada más lejos del desarrollo.

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