Es posible imaginar el momento decisivo: él asomándose a un inmenso hueco en la pared; un hueco redondo, de explosión. Del otro lado, como enmarcados por las piedras, se acerca un grupo de niños. Todos, incluso el que anda con muletas, derraman felicidad: saltan, ríen, se empujan, se abrazan. Quizás no entienden el horror que los rodea. O quizás por un segundo no les importa.
Ese segundo, captado en 1933 en algún lugar del sur de España por Henri Cartier-Bresson (1908-2004), grita humanidad, esperanza y presagios: en tres años más, la Guerra Civil Española amontonaría miles de ruinas de este tipo.
El miércoles que viene, el hombre que tomó esta foto, y miles de otras con igual espesor humano, habría cumplido 110 años. Cartier-Bresson es uno de los maestros de la fotografía. Vivió casi cien años, y por el lente de su cámara se vio el siglo XX hasta 1970, como una larga panorámica.
Enfocó todo: la frivolidad de la alta burguesía, los estragos de la guerra, la tranquilidad de las familias que comen en la hierba, y las que no tienen para comer también; enamorados, odiados, señoronas, homosexuales. Mil caras: de Gandhi a Coco Chanel.
Henri Cartier-Bresson nació el 22 de agosto de 1908 en un pueblito cerca de París, Chanteloup. Venía de una familia de ricos industriales y católicos. Su tío pintor había muerto en la Primera Guerra Mundial y de ese fantasma tomó su inquietud por la pintura, que fue su primer amor.
Estudió con André Lothe, un cubista, aunque fue de otra vanguardia, el surrealismo, de la que tomó toda la inspiración. Y esa inspiración se plasmó en la fotografía, que aún no se consideraba un arte.
Muy joven empezó a viajar con su cámara al hombro (ya en 1931 se había marchado a Costa de Marfil). Muchos años después reconocería que sus mejores fotografías son las de esa época, cuando la mirada ingenua podía ser más sincera que la experiencia.
Fue su amigo Robert Capa quien le marcó el rumbo: "Henri, ten mucho cuidado. No debes encasillarte como fotógrafo surrealista. Si lo haces, no tendrás encargos y serás como una planta de invernadero. Haz lo que quieras, pero la etiqueta debe ser 'fotoperiodista'", le dijo en 1946, y así comenzaría una nueva etapa en la vida de Cartier-Bresson. Pocos años después fundarían (junto a David Seymour y George Rodger) la agencia fotográfica Magnum, una bisagra en el fotoperiodismo.
Sin embargo, Cartier-Bresson se retiró de la fotografía a principio de los '70, y a mediados de esa década no volvió a tomar más que algún retrato privado ocasional. Dijo después que guardó su cámara en un lugar seguro de su casa y que raramente volvió a usarla. Pero aunque dejó de fotografiar, no se llamó a la inacción: volvió a dibujar, a pintar, y a contemplar a los grandes en su querido Louvre. Porque prefería los largos silencios y no los instantes decisivos: "La fotografía es una acción inmediata; el dibujo, una meditación", escribió en uno de sus últimos textos.
Porque sí: además de su obra fotográfica y pictórica, también dejó preceptos y reflexiones sobre el oficio. Muchos lo recuerdan por ser el autor de aquel famoso concepto: el "momento decisivo"; es decir, ese lapso de tiempo previo a presionar el obturador, ese momento mágico que quita el aliento y que le roba un trozo de vida a la realidad. Que no se repite nunca más. Que queda preso en el negativo.
Para eso prefería una cámara pequeña, maleable, que disimulara el ojo del fotógrafo. Usó la mayor parte de su vida una Leica M3: "Me gusta la cámara más pequeña posible, no esas enormes cámaras réflex con todo tipo de complementos", confesó una vez.
Admitía que le "repugnaba" el uso del color, hasta el punto de asegurar que habría preferido volver a pintar antes que usar tintas de impresión. Le repugnaba, en realidad, no tener todo el control sobre el revelado.
Prefería el lente de 50 milímetros: “Da una determinada visión y al mismo tiempo tiene la suficiente profundidad de campo, algo que no tienes en objetivos más largos”. No consideraba muy útiles los de 90: “Corta la mayor parte del primer plano si se toma un paisaje, pero si la gente se acerca hacia ti no hay profundidad de campo”. Y a él le interesaban las personas, siempre.
Desconfiaba del de 35: “Es espléndido cuando es necesario, pero extremadamente difícil si quieres precisión en el encuadre (...). A veces es una lente hermosa, en los momentos necesarios, pero a menudo la usan personas que quieren gritar. Por su distorsión, si tienes a alguien en el primer plano le da un efecto. A mí no me gustan los efectos. Hay algo agresivo y no me gusta. Por lo general, cuando gritas es porque no tienes argumentos”.
En el mundo de las distorsiones, los montajes, los retoques y los filtros, ¿qué diría el gran maestro de la fotografía? En la era de las imágenes y la tiranía de Instagram, ¿no habrán triunfado los efectos por sobre los argumentos (el contenido)? En la metafísica de los bytes, ¿no se habrá evaporado también el sentido?
Porque sin haber vivido nuestra época, los pensamientos de Cartier-Bresson destellan. Parecen lanzar una pregunta hacia el futuro: ¿será que vivimos en el mundo de los gritos?