Una amiga me prestó la autobiografía de una de mis escritoras favoritas, Oriana Fallaci. En esta obra encontré un nombre desconocido para mí: Alexandros Panagoulis. Curiosa, me sumergí en la historia de este político y poeta griego que murió en un “accidente” porque tenía en su poder documentación “inconveniente” para la “carrera” de algunos políticos de Grecia, luego de que el país recuperara la democracia.
En la Argentina tuvimos recientemente un “Alexandros Panagoulis” que también osó investigar y recopilar información “incómoda” que ponía en peligro el bienestar mal habido de algunos políticos industria nacional.
Ambos casos me recordaron a Ícaro, personaje mitológico de la antigua patria de Alexandros, cuando aquel país era una pléyade de pensadores cuyas grandes reflexiones trascendieron sus pequeñas fronteras y se constituyeron en el pilar del pensamiento de todo el Occidente.
Todo esto que parece una mescolanza viene a cuento porque un tema, cualquiera que sea, indefectiblemente nos conduce a analizar; este nudo de acá con el otro de allá, vamos formando una idea global de los puntos que tienen en común. Y, en este caso, el resultado es la corrupción y el riesgo que entraña “meterse” con los “sicarios del mal”, como llama el Nano Serrat a quienes bajo sus guantes blancos esconden la sangre de muchos, el hambre de muchos, la miseria de muchos.
No es un tema nuevo, pero la corrupción a la escala en que se está dando en el mundo de hoy tiene el nivel de boom en el sentido inglés de la palabra pero nos está llevando a otro ¡bum!, el de la onomatopeya castellana: una explosión, la destrucción total de algo, y ese algo son las sociedades constituidas civilizadamente... lo que convierte el algo en un mucho, en un todo.
En la gente honesta de todos y cada uno de los pueblos del planeta el lamento es el mismo. Sólo cambian los idiomas, pero el dolor y la impotencia son siempre los sentimientos que los hermanan, provocándoles la misma enfermedad, la pérdida de la confianza y su consecuente estadio -casi terminal-, la pérdida de la esperanza.
Sin confianza es imposible la vida en sociedad; desde su célula, ¿cómo construir una familia si no está basada en la confianza mutua e incondicional entre los cónyuges y luego entre estos y sus retoños? ¿Cómo forjar amistades sólidas sin confianza? ¿Cómo trabajar en un ámbito en el que la desconfianza es una constante? Transitar por el camino de la cautela puede llevar a la engañosa idea de estar forjando una relación sana pero no se está haciendo más que construir sobre la arena. Las personas sanas, que son muchas a pesar de la decepción de la mayoría, sienten que las paredes que les cobijan pueden caerles encima en cualquier momento.
La corrupción -por su raíz latina corruptio- es alterar lo sano llevándolo a la pudrición. Una alteración que comienza solapadamente, aprovechando la insaciable angurria de poder y la certeza de que el tan ansiado poder sólo puede ejercerse cuando se tiene tanto dinero que ya no puede confiarse ni a un banco suizo. ¿Y qué camino más ancho y llano para llegar a la sucia meta que el de la carrera política?
Pericles debe estar revolviéndose en su tumba; y, en honor de verdad, también algunos contemporáneos que hicieron lo que debían, lo mejor que podían, y cuando les llegó el momento de retirarse, lo hicieron; y salieron con el mismo patrimonio (muchas veces, menor) que tenían antes.
La corrupción política está tan globalizada como la economía; quien en una gestión ocupa un cargo, en la gestión siguiente -aunque sea de otro partido- estará ocupando otro, tal vez no más que un ‘carguito’... como una cuevita que lo mantiene en hibernación mientras espera el regreso al poder de su color político.
Los pueblos no son tontos como ellos creen; aunque se sientan impotentes tienen bien claro que si estos se mueven muy sueltos de cuerpo es a causa del fracaso del Poder que tiene el deber de controlar y de ejecutar justicia. Es precisamente la impunidad reinante lo que lleva a esta decepción generalizada. Es ingenuo pensar que los corruptos, motu proprio, harán un examen de conciencia para conocerse a sí mismos y practicar la virtud. Parece al menos utópico pensar que pudieran tener el coraje de desnudar sus almas frente a un espejo y mirarla de frente, porque íntimamente saben que al descorrerse el velo que los hace sentirse exitosos aflorarán la maldad y la fealdad que albergan; ambas, gemelas de la mentira. No; continúan afeitándose y peinándose frente al “espejito, espejito dime quién es el más bonito”.
Y así vamos andando, debatiéndonos entre el optimismo y la desilusión. Luchando contra la impotencia de no poder hacer nada porque ya nos sentimos nada. La historia nos enseña que cada movimiento masivo en defensa de los buenos ideales se corrompió a poco andar el camino. Entonces, mirando hacia atrás, habiendo aprendido de la historia, nos encontramos más inermes que nunca. Y eso es la impotencia; encontrarnos desarmados cuando todavía sentimos que la sangre nos corre por las venas.
Retomando los dos hechos aislados (y no tan aislados) que dieron inicio a esta columna, ¿cómo mantener viva la ilusión si cuando aparecen adalides los ‘desaparecen’ con tanta facilidad? Facilidad e impunidad, ¡vaya si no es una sobredosis capaz de matar la esperanza del más pintado! Y a esta situación se ha llegado por el fracaso de la Justicia, la única sal capaz de conservar íntegras a las sociedades... y la última tabla para lograr sobrevivir en este mar embravecido. Ojalá podamos asirnos a esa tabla para recuperar la confianza.