Escribo este texto 24 horas después de que el equipo de rescate lograra arrancar el cuerpo de Julen de su sudario de tierra. En las televisiones y en diversos medios, incluido El País, hablan acongojadamente de “los esfuerzos en vano”. Qué errónea me parece esa expresión: ¿cómo que en vano? Han sacado al niño. ¿Acaso alguien pensaba que un bebé de dos años podría seguir vivo 13 días después de caer por un agujero abismal y diminuto? Lo terrible, lo persecutorio e imposible de asumir hubiera sido no encontrar el cadáver. Eso sí hubiera sido en vano. Sin el coraje de esos hombres que arriesgaron su vida y movieron 85.000 toneladas de terreno, Julen seguiría sufriendo en nuestra imaginación una agonía interminable.
El horror de la vida. De cuando en cuando la existencia da un mordisco especialmente cruel, incluso sádico. ¿Cómo sobrellevar la idea de ese niño tan pequeño atrapado en un pozo tenebroso? Hambre y soledad, sed y oscuridad, dolor y miedo. Imaginarlo ahí es un sufrimiento tan atroz que, de ser hijo mío, creo que no hubiera podido soportarlo. Me habrían tenido que inducir un coma, mantenerme dormida hasta encontrar al niño. Pobres padres. Espero que lo que apuntan las primeras noticias sobre la autopsia (que murió nada más caer) haya sido un consuelo.
Porque hay cosas peores que la muerte. Ser sepultados vivos es uno de nuestros terrores más arquetípicos, como muestra Edgar Allan Poe en su espeluznante relato “El entierro prematuro”. Es ese pánico ancestral lo que aviva el interés del público. Sucedió lo mismo el verano pasado con los 12 chavales que permanecieron atrapados en una gruta de Tailandia durante dos semanas. En ambos casos, ese interés derivó al morbo mediático. Carnaza tras carnaza hora tras hora, con un ojo puesto en el número de espectadores alcanzado. No sé si esa indignidad tiene ya remedio: esta sociedad del espectáculo va rompiendo récords de bajeza cada día. Como esas imágenes que pudimos ver hace unos meses del incendio de Badalona que causó tres muertos y una veintena de heridos: personas arrojándose por las ventanas, alaridos de dolor escalofriantes. Por qué mostrar eso. Simple obscenidad para ganar audiencia.
Además el sensacionalismo no sólo mancha y desvirtúa el sufrimiento de las víctimas, esa pena que debería ser pura y sagrada, sino también el interés de la gente. Porque la sobrecogida, absorta atención que ha prestado todo el país al caso Julen es natural, es lógica, es buena; es una explosión de compasión de las neuronas espejo. Igual que con los chicos tailandeses. Recuerdo que, por entonces, hubo comentaristas que ironizaron sobre nuestra extrema preocupación por los 12 colegiales de la cueva y nuestra total indiferencia ante, por ejemplo, los 10.000 niños que la Europol dio por desaparecidos en Europa en 2015, en lo más álgido de la crisis de refugiados. Es verdad. Tienen razón.
Esos 10.000 niños tal vez explotados sexualmente por las mafias es una atrocidad sin paliativos, una tortura sin fin, aún peor que un agujero de tierra. Pero es que no los conocemos, no sabemos ni por dónde empezar para evitar este infierno, nos sentimos inútiles y perdidos. En cambio, en el caso de Julen o de los niños tailandeses cabía la lucha, el esfuerzo, el milagro. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Cruzarnos también ahí de brazos? Pelear es vivir.
Tengo la sensación de que estos sucesos de rescates extremos funcionan a modo de catarsis colectivas en las que los humanos proyectamos el ciego horror del mundo, desde los menores desaparecidos o los niños ahogados en las pateras hasta nuestros propios duelos, nuestros dolores y nuestras agonías. Y ahí es donde adquiere una importancia radical la heroica tenacidad de los rescatadores, el empeño colectivo sobrehumano y esa grandiosa generosidad que hace que un puñado de hombres se metan en un túnel con riesgo de sus vidas para encontrar a un niño que a esas alturas tiene que estar muerto. ¿Un esfuerzo en vano? Para nada. Justamente esa loca y altruista obstinación en hacer posible lo imposible es lo que nos permite aguantar lo inaguantable.