Puede decirse que crecí al lado del río Atuel. Pasé mi niñez y adolescencia bañándome en sus aguas y hasta viví un par de crecidas que trajeron desgracias a los que habitaban en los barrios costeros.
Casi, casi era nuestro mar. Por eso siento algo muy parecido a la melancolía cuando lo veo convertido en un hilo de agua entre arena, piedra y algunos yuyos que han crecido en su lecho cuando pasa por el centro de General Alvear. Uno de los tramos del Canal Marginal que se construyó para evitar el revenimiento de suelos y posibilitar un mejor aprovechamiento del agua lo convirtió en eso desde Villa Atuel hasta antes de la toma de Carmensa.
En el resto del curso, mantiene su aspecto caudaloso en Valle Grande y un discurrir manso y pando hasta que casi se pierde antes de entrar a La Pampa.
Pero no es el único caso. Hay que hacer la prueba nomás, tomar la ruta provincial 153 y ver lo que ocurre con el río Tunuyán a la altura de Las Catitas (Santa Rosa): la mayor parte del año no pasa una gota de agua, parece un arroyo seco.
O con el amplio lecho del Diamante que, cuando bordea Monte Comán (San Rafael), es mucha arena y algo de agua. Sobre la cordillera, en tanto, el Grande sigue desaguando todo su enorme caudal para formar el Colorado, sin que se haya concretado aún ninguna de las obras que tienden a su aprovechamiento hidroeléctrico o productivo.
Eso desde la pura observación. Pero los datos concretos muestran que, al menos desde 2009, los ríos mendocinos tienen entre 30 y 40% menos caudal que su promedio histórico y que en este momento los principales diques de la provincia embalsan entre 50 y 77% del agua de su capacidad.
Es más, por primera vez desde que se miden las precipitaciones níveas en la cordillera, van cinco años consecutivos de nevadas muy pobres, lo que coloca a la provincia en una situación de extrema sequía. Es el peor registro en seis décadas.
Y las perspectivas no son buenas. Para los especialistas estamos en medio de algo que se denomina "oscilación decenal del Pacífico", un fenómeno que durará décadas y que, sumado al cambio climático global, no depara buenas noticias en materia del recurso hídrico.
Esta semana se conoció que los diez primeros meses de este año fueron los más calurosos desde 1880. En octubre pasado, la temperatura media de los mares y la tierra fue 1,05° más elevada que en el siglo XX y la ONU advierte que hacia 2100 la temperatura de nuestro planeta se incrementará 4° respecto de la era preindustrial.
Por eso, además de que nieva menos, la nieve se derrite antes en la alta montaña. Un dato sirve para ilustrar: la cuenca de glaciares de la zona norte de Mendoza ha sufrido un retroceso promedio de 30% durante el siglo pasado. Mientras, se desperdicia más de 35% del agua que se destina a riego y cerca de 30% del agua potable que se produce.
Debemos preguntarnos con seriedad, entonces, cómo y en qué usar el agua que traen nuestros ríos y la que existe en las napas subterráneas. Ni más ni menos que hacer realidad aquella jactancia mendocina de la cultura del agua generando una nueva, que se adapte a estos tiempos.
La emergencia es un estado de excepción. La situación hídrica de Mendoza, en cambio, llegó para quedarse. De nada sirve lanzar eslóganes o enojarse si no sale agua de las canillas de nuestras casas. Hay que aprender a utilizar el agua, invertir en las obras de infraestructura que hacen falta para asegurar la producción y distribución, tecnificar el riego agrícola, medir el consumo y cobrar la tarifa en consecuencia, equipar nuestros hogares y empresas con dispositivos sanitarios que tiendan a una utilización más racional.
La propaganda oficial insiste en que estamos en "emergencia hídrica" y pide que "hagamos un uso responsable del agua". Lamento disentir: ya no estamos en emergencia. Esta es la realidad, la cruda realidad. Y es hora de actuar en consecuencia.