Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para Los Andes
El populismo es un concepto de amplio espectro, tan elástico, polimorfo y multifuncional como un sellador plástico. Hoy se lo usa mucho, quizá demasiado; a veces en sentido positivo, al estilo de Laclau, pero más frecuentemente en forma negativa y hasta denostativa. En este caso, populista es el otro, y por los motivos más diversos.
¿De qué hablamos cuando lo usamos? Por lo menos de tres cosas diferentes: el pueblo como sujeto soberano, las políticas gubernamentales populistas, y una forma de gobernar en democracia. No siempre coinciden, pero inevitablemente los sentidos se encadenan y contaminan.
En primer lugar, el populismo refiere a una forma de concebir el pueblo soberano. Desde el siglo XIX los populistas lo entienden como una comunidad homogénea por su cultura y por sus intereses. Este “pueblo”, emparentado con el romanticismo, no debe ser confundido con el pueblo mencionado en nuestra Constitución, y en tantas otras de similar inspiración. El pueblo constitucional es el conjunto de ciudadanos, diferentes pero dotados de razón e iguales en derechos y deberes. Esta segunda idea remite a Rousseau, el Contrato Social y la voluntad general.
La idea romántica de pueblo -ajena tanto al individualismo como al marxismo- tuvo y tiene una extraordinaria plasticidad. Estaba en el discurso de los cartistas ingleses, que en los años de 1840 reclamaron el voto universal para “el inglés nacido libre”, y en las fantasías de Tolstoi o Michelet, que vieron en los campesinos la más pura esencia de lo popular. En ambos casos, los enemigos del pueblo eran la aristocracia, que explotaba al pueblo aprovechando los privilegios dados por el poder.
En la versión alemana, se habla del “volk”, una palabra que refiere simultáneamente al pueblo y a la nación, es decir a lo nacional y popular. Este pueblo nacional homogéneo tiene enemigos, ajenos a él: los países vecinos, los extranjeros en general, los nativos extranjerizantes y cosmopolitas, e incluso quienes se ponen al servicio del enemigo, como los “cipayos” de la India. Esta es la variante más difundida en el siglo XX, vinculada con las ideas antiimperialistas.
En segundo lugar, es común hablar de “políticas populistas”. Se hace referencia aquí a un tipo de medidas con las que un gobierno busca asegurarse el apoyo de sus votantes, concediendo beneficios inmediatos y tangibles. Estos gobernantes tratan de beneficiar al mayor número de votantes: por ejemplo, estimulan simultáneamente el consumo popular y la industria nacional, protegida y poco eficiente, y financian estas políticas con los ingresos de algún “pato de la boda” o con la emisión inflacionaria. En suma, le hablan a las cigarras y no a las hormigas.
¿Un gobernante necesita un discurso complejo sobre el pueblo, su unidad y sus enemigos para tomar medidas destinadas a conformar a la mayoría y asegurarse el voto? No parece imprescindible. Hay muchos gobernantes que lo hacen, sin pretensiones discursivas, incluyendo entre ellos a unas cuantas dictaduras militares. No se gana demasiado describiéndolas como populistas.
Sobre todo porque ese concepto no toma en cuenta un componente habitual de estas políticas. Medidas de fuerte intervención en la economía y profusas reglamentaciones son el contexto ideal para que los dirigentes políticos obtengan beneficios mediante la concesión de exenciones o franquicias. Llamamos a esto corrupción, y la consideramos una transgresión de la norma antes que el componente necesario de un cierto sistema. En algunos regímenes, como el nuestro reciente, esta “cleptocracia” parece ser más importante que las interpelaciones populistas.
El tercer uso se refiere a una conducta común en los regímenes políticos que apelan a la legitimidad populista: la tendencia a acentuar el autoritarismo. Una mayoría electoral simple basta para llevarlos al poder. Pero quien pretende ser la voz del pueblo, homogéneo y unánime, no se satisface con una mayoría electoral, así sea muy amplia. Desde el gobierno, trata de reducir la visibilidad de sus opositores, cuya presencia, aunque minoritaria, desmiente la unanimidad proclamada.
De ahí la negación de los adversarios, convertidos en enemigos del pueblo, las restricciones a las fuerzas políticas opositoras, la clausura del debate público, el desconocimiento de la división de poderes y de los controles constitucionales. Quien construye un liderazgo carismático plebiscitario ingresa en un camino cuyo destino final -no siempre alcanzado- es la supresión de las formas republicanas de la democracia.
¿Es esto una característica que distinga a los gobiernos que se presentan como populistas? Decididamente no. Hay infinidad de gobernantes que llegan a la dictadura sin necesidad de la ficción del respaldo de un pueblo unánime. El populismo está presente en muchos gobiernos autoritarios, pero no es condición de su existencia.
Se trata entonces de tres usos diferentes de populismo -podrían agregarse otros- que en ocasiones están asociados, y en otras no. Muchas veces nos bastaría con palabras más sencillas y menos pretenciosas, como corrupción o dictadura. Forzar un concepto para que dé cuenta de tantas cosas diversas termina convirtiéndolo a la vez en una trivialidad y en un lecho de Procusto.
Los historiadores no nos dedicamos a la tarea de conceptualizar sino que aprovechamos del trabajo de las ciencias sociales sistematizadoras. Sus conceptos no resultan muy útiles al iniciar un trabajo, pero sabemos que no debemos quedar pegados a ellos, y reducir nuestra tarea a la clasificación, como hacían los botánicos, Una historiadora ha recordado una idea de Nietzsche adecuada al caso: definible es solo lo que no tiene historia. Los procesos históricos erosionan permanentemente cualquier concepto que quiera fijarlos.
Esto es un consejo básico para historiadores. También en la conversación política ganaríamos mucho si, en vez de discutir sobre la definición de los conceptos, postergáramos nuestra ansiedad etiquetadora y nos concentráramos en examinar, con mirada fresca, las cosas que queremos explicar.