Por primera vez, el ministerio de Salud sirio reveló, a finales de febrero, el alcance de los daños colaterales de la guerra civil que este mes cumplió 4 años: el número de personas que sufren trastornos mentales ha aumentado desde 2011, los intentos de suicidio también y el 40% de los sirios tiene necesidad de apoyo psicológico y social.
En una clínica del centro de Damasco, una mujer de 55 años menciona a su cardiólogo que sufre dolores torácicos y palpitaciones. No obstante, el médico deja claro que no se trata de una enfermedad cardíaca. La paciente se desmorona y entre lágrimas confía: “Dos de mis hijos murieron en los combates. Mi tercer hijo se encuentra en prisión y no tengo noticias suyas”, contaría luego el médico, quien pide no ser identificado.
Según este cardiólogo, 4 de cada 10 pacientes, frecuentemente desplazados y cuyo nivel de vida ha caído, sufren estrés o trastornos mentales. “Están deprimidos y ansiosos y esto a veces se traduce en manifestaciones psicosomáticas”, explica.
En cuatro años de guerra, han muerto más de 220.000 personas y 11,4 millones han tenido que abandonar sus hogares. Y no se vislumbra ninguna mejora, todo lo contrario. Todos los días se añaden hechos abominables, cometidos en particular por el grupo yihadista Estado Islámico (EI).
“Los casos de depresión y de trastornos por estrés postraumático (TPEP), que se traducen en tensiones, ansiedad o pesadillas, aumentaron en un 30%” desde el comienzo de la guerra, señala un psiquiatra, que trabaja en una clínica de un barrio comercial de Damasco. Este médico, que estudió en Francia, asegura que la población se encuentra “fragilizada” psicológica y físicamente.
“Estamos desesperados. Las matanzas siguen, no hay combustible para calefacción ni electricidad y el gas doméstico está carísimo. No sé cuál será mi futuro”, se lamenta Abu Samer, dueño de una gran tienda de muebles, desierta de clientes.
Los obuses caen frecuentemente en algunos barrios de la capital y el conflicto ha hecho retroceder la economía tres décadas: parte de las infraestructuras han sido destruidas, la moneda ha perdido el 80% de su valor y la mitad de la población se encuentra desocupada.
Un farmacéutico del barrio de Qasa cuenta que la venta de somníferos y ansiolíticos ha aumentado un 30% desde 2011. “Todos los días, más de 20 clientes reclaman sus medicamentos, pero yo sólo se los vendo a cuatro o cinco que tienen receta”, testimonia.
Las Damas de Caridad del Buen Pastor, un lugar de que se dedicaba antes de la guerra a las víctimas de violencia conyugal, actualmente aportan apoyo psicológico a los desplazados. Las peticiones de ayuda se han duplicado largamente desde 2011.
Los trastornos afectan también a los niños, enfrentados a los horrores de la guerra y a los traumas por la pérdida de referentes. Así, Sabah, una madre cuarentona, cuenta que su hija de 2 años sufrió durante un tiempo “una neurosis obsesiva”, la tricotilomanía, que consiste en una necesidad compulsiva de arrancarse los propios cabellos. “Vivíamos en Ruknedine (al norte de Damasco), los ruidos de disparos eran intensos y había mucho movimiento de soldados. El trastorno desapareció cuando nos mudamos de barrio”, explica.
Alí y Kawa, de 5 y 7 años de edad, sufren pesadillas todas las noches en Jaramana, zona druso-cristiana de las afueras de la capital, que en el pasado sufrió intensos bombardeos. “Se despiertan aterrados. El más pequeño se hace pis en la cama y nunca quiere quedarse solo”, cuenta su padre, Mohamad.
Para el psiquiatra, se trata de “toda una generación devastada”. “Las minusvalías físicas y mentales aparecerán con más intensidad al final de la guerra, porque actualmente la gente está más preocupada por sus necesidades básicas, la calefacción, la comida”, advierte, pesimista.