El día de la elección en Estados Unidos, informó el diario The Boston Globe que el aeropuerto internacional Logan, en Boston, se estaba quedando sin espacios en el estacionamiento. No para automóviles, para jets privados. Grandes donadores estaban inundando la ciudad para asistir a la fiesta de victoria de Mitt Romney.
Resultó que les habían informado mal con respecto a la realidad política. Sin embargo, los plutócratas no estaban equivocados con respecto a quién estaba de su lado. Esto era en buena medida una elección que ponía los intereses de los muy ricos en contra de los intereses de la clase media y de los pobres.
Además, la campaña Obama ganó en buena medida pasando por alto las advertencias de remilgados “centristas” y acogiendo esa realidad, haciendo énfasis en el aspecto de guerra de clases del enfrentamiento. Esto aseguraba no solo que el presidente Barack Obama ganara por enormes márgenes entre electores de bajos ingresos, sino que esos electores salieran a votar en grandes números, sellando la victoria.
El aspecto de importancia que ahora se debe entender es que, si bien terminó la elección, no así la guerra de clases. La misma gente que le apostó en grande a Romney, y perdió, ahora está intentando ganar furtivamente -en nombre de la responsabilidad fiscal- el terreno que no logró ganar en una elección abierta.
Antes de que llegue ahí, una palabra sobre la verdadera votación. Obviamente, los propios y estrechos intereses económicos no explican todo sobre cómo depositan individuos, o incluso amplios grupos demográficos, sus votos. Los asiático-estadounidenses son un grupo relativamente rico, pero incluso así votaron a favor de Obama por 3 a 1. La población blanca en Misisipi, por otra parte, no está en una situación particularmente buena, e incluso así Obama recibió apenas 10 por ciento de sus votos.
Sin embargo, esas anomalías no bastaron para cambiar el patrón general. En el ínterin, al parecer los demócratas han neutralizado la tradicional ventaja del Partido Republicano (GOP) en temas sociales, de manera que la elección realmente fuera un referendo sobre la política económica. Y lo que dijeron los electores claramente fue no a la reducción de impuestos para los ricos, no a la reducción de prestaciones para la clase media y los pobres. ¿Entonces, qué debe hacer un guerrero jerárquico?
La respuesta, como ya he sugerido, consiste en apoyarse en lo furtivo -meter de contrabando políticas amigables con plutócratas bajo la simulación de que son meramente respuestas sensatas al déficit presupuestario.
Consideremos, como uno de los principales ejemplos, el impulso por elevar la edad del retiro, la edad de elegibilidad para Medicare, o ambas. Esto solo es razonable, nos dicen -después de todo, la expectativa de vida ha subido, ¿así que no deberíamos retirarnos todos más adelante? Pero, en realidad, sería un cambio de política sumamente regresivo, imponiendo severas ataduras a los ingresos de los estadounidenses de clases media y baja, al tiempo que afecta muy poco a los ricos.
¿Por qué? En primer lugar, el aumento de la expectativa de vida se concentra en los acomodados; ¿por qué tendrían que retirarse más tarde los conserjes porque los abogados están viviendo más tiempo?
En segundo lugar, tanto el Seguro Social como el Medicare tienen mucha más importancia, en términos relativos al ingreso, para estadounidenses mucho menos ricos, así que la demora de su disponibilidad sería un golpe mucho más severo para familias ordinarias que para el 1 por ciento superior.
O tomemos un ejemplo más sutil, la insistencia de que cualquier aumento en los ingresos debería venir de limitar las deducciones en vez de venir de mayores impuestos.
El aspecto clave a notar aquí es que la matemática sencillamente no funciona; no hay forma, de hecho, de que los límites a las deducciones puedan reunir tantos ingresos de los ricos como los que se puede conseguir con permitir que expiren las partes relevantes de las reducciones de impuestos de la era Bush.
Así que cualquier propuesta para evitar un aumento de tasa, sin consideración a lo que pudieran decir sus proponentes, es una propuesta en la que permitimos que el 1 por ciento quede libre y desplace la pesada responsabilidad, de una u otra manera, a la clase media o los pobres.
El punto es que la guerra de clases sigue en marcha, esta vez con una dosis agregada de engaño. Y esto, a su vez, significa que se debe estudiar atentamente cualquier propuesta que venga de los sospechosos de siempre, incluso -o más bien, especialmente- si la propuesta está siendo representada como una solución bipartidista de sentido común. En particular, cada vez que algún grupo que regaña por el déficit hable sobre el “sacrificio compartido”, usted necesita preguntar: ¿sacrificio relativo a qué?
Como los lectores habituales pudieran saber, no soy partidario del informe Bowles-Simpson sobre reducción del déficit que trazó un plan de diseño deficiente que, por alguna razón, ha alcanzado un status casi sagrado entre algunos en la élite del Beltway.
De cualquier forma, cuando menos se puede decir lo siguiente para Bowles-Simpson: cuando habló de sacrificio compartido empezó desde una “referencia” que ya daba por hecho el final de los recortes fiscales de Bush a los más ricos. Sin embargo, en este punto, prácticamente todos los que regañan por el déficit al parecer quieren que nosotros tomemos la expiración de esas reducciones -que fueron vendidas bajo falsos argumentos y nunca fueron costeables- como algo similar a una gran devolución de los ricos. No lo es.
Así que, mantenga los ojos abiertos a medida que continúa el juego fiscal de la gallina. Es una verdad incómoda pero real que no estamos juntos en esto para nada; los guerreros de clase jerárquica perdieron en grande en la elección, pero ahora están intentando usar la pretensión de inquietud con respecto al déficit para arrancar la victoria de las garras de la derrota. No permitamos que se salgan con la suya.