“¡Tereré, tereré!”, gritan los paraguayos, y uno entra en desesperación ante la inminente llegada del cocodrilo gigante que nos va a comer a todos, el temible Margarito. “¡Tereré!”, repiten, y recién ahí caemos en cuenta que en realidad nos están ofreciendo un mate hecho con muy poco cariño, obviamente, porque está helado y tiene un extraño gusto como a limón. La confusión, en cualquier caso, es culpa del guaraní, ese idioma que habla la inmensa mayoría de los habitantes del vecino país (junto con el español), y que proviene de la colectividad homónima.
Guaraní se llaman, y hasta el desembarco de los españoles conformaban uno de los pueblos más numerosos del continente. Los colonizadores del corazón de Sudamérica comprobaban el fenómeno cada vez que levantaban una piedra, y un integrante de la comunidad les saltaba encima. “Tomad este espejillo de colores y dejadme en paz, que menudo jaleo llevo tíos”, decían los soldados ibéricos, y después se acordaban de la espada y cambiaban de estrategia.
Hoy, los “miembros puros” no llegan a los cien mil, y viven fundamentalmente en Paraguay, aunque también ocupan tierras del oriente de Bolivia, el sur de Brasil y el sector norte del litoral argentino. Muchos lo hacen en regiones selváticas, donde son fáciles de reconocer por su piel morena, sus negros cabellos, su nariz ancha y sus ojos levemente achinados. Suelen tener estatura mediana y un cuerpo fornido, de espaldas amplias. “Bah, si son unos alfeñiques”, piensan los mosquitos de la zona, que miden 1,98 y van al gimnasio cuatro veces por semana.
Allí, en un escasa parte de los vastos territorios que sus antepasados habitaron por siglos, los guaraníes dan vida a su valiosa cultura, muy próspera sobre todo en materia de mitología. En ese sentido, cabe destacar historias como la de Ñamandú, el dios que creó el mundo a un golpe de bastón; y el de Curupí, monstruo cuyo miembro sexual es tan grande que le da literalmente la vuelta a la cintura. “¿Qué me estabas contando de tu bastón, Ñamandú?”, le pregunta el pícaro de Curupí a su deidad. “Nada, nada… ¿Sabes cómo salió Cerro Porteño contra Olimpia?“, contesta el otro, tratando de cambiar de tema.
Lo que no tiene ni un ápice de mitológico es la difícil realidad que atraviesan las tribus, acosadas por los terratenientes que les roban los suelos, e ignoradas por políticos demasiado ocupados en sacarse fotos con el Papa. Peor es en lo que respecta al capítulo de los derechos humanos: En los alrededores de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), por ejemplo, distintas organizaciones sociales han denunciado cantidad de casos de guaraníes trabajando en condiciones que rozan la esclavitud.
Los latifundistas que llevan a cabo la práctica se hacen los desentendidos, creyéndose los pistolas del barrio. No saben que desde el inframundo, Curupí les prepara una venganza de lo más dolorosa.
¿Los inventores del fútbol?
Por más que le pese a la reina Isabel, a los pobres flacos que protegen el palacio de Buckingham con esos gorros ridículos, y a los ingleses en general, los verdaderos inventores del fútbol podrían haber sido los guaraníes. Aquello se desprende de las cartas que varios monjes de la primera misión jesuítica del Paraguay le enviaron al Papa a mediados del siglo XVII.
En ellas, los religiosos hacían saber al jefe del Vaticano que los nativos de la zona gustaban de recrearse en los patios de San Ignacio Guazú pateando una pelota que rebotaba por todos lados “Usted viera Sumo Pontífice, el pasatiempo pareciera obra del Espíritu Santo...del Espíritu Santo Biasatti: es aburridísimo”, rezaban algunas misivas de los acólitos de San Ignacio de Loyola, sorprendidos con lo monótono del espectáculo.
Ocurre que en el deporte practicado por los indígenas (llamado Manga Ñembosarái), no existían los arcos, y por lo tanto tampoco los goles, y todos los partidos terminaban en un tedioso 0 a 0. Enterado de los rumores, el ex director técnico de la Selección Nacional, Alejandro Sabella, salió a negar cualquier tipo de vínculo filosófico y/o espiritual con los autores del juego.