Cuando visité el Viejo Continente por primera vez fue un sueño hecho realidad para un joven que venía ahorrando peso a peso desde que había comenzado a trabajar. Tenía 25 años y sólo me llevaba una mochila de campamento al hombro.
Hasta ese momento trabajaba en un banco y guardé en una caja de ahorro todas las comisiones que ganaba y mientras mis otros compañeros planeaban comprarse un auto, yo sólo soñaba con un largo viaje a Europa.
Fue al principio una visita clásica, pero sobre la marcha se me ocurrió visitar los países nórdicos. Casi sin planificación llegué a Dinamarca y antes de cruzar a Suecia tomé la iniciativa de conocer mucho más arriba. Precisamente la región más recóndita del norte del país, una ciudad turística llamada Skagen, en la punta septentrional que abarca la península más alejada de Jutlandia.
Esta es una zona muy pintoresca que se distingue por sus casitas amarillas y bajas, con tejados rojos, agrupadas cerca de las playas y sobre todo por un cabo arenoso conocido como Grenen, donde se ve a simple vista cómo confluyen y se mezclan el Mar del Norte con los estrechos de Dinamarca.
En realidad llegué hasta ahí bastante de casualidad. Había ido primero a Copenhague a conocer la diminuta escultura famosa de La Sirenita de Edvard Eriksen, al Museo de Ripley y me tomé un café en uno de los restaurantes ubicados en la famosa Stroget, que se dice es la peatonal más larga del mundo. Luego me trasladé a Odense, a conocer la casa del escritor Hans Cristian Andersen y terminé allí, en Frederikshavn. Más tarde pregunté cómo llegar a esa punta lejana, y días después llegué.
Recuerdo experimentar frente a esos paisajes abiertos la extraña sensación de saberme muy, pero muy lejos de casa. Era como que estaba a punto de caerme del mapa del otro lado del mundo.
Uno comienza a caminar a lo largo del cabo de Grenen y siente en los pies la espuma de las olas que forman una cresta de dos corrientes de agua, el Skagerrak y el Kattegat y en el horizonte, el mar abierto, la puerta de entrada al Mar Báltico.
Y uno puede caminar hasta el final del cabo, hasta donde permita el cuerpo antes de que tapen las olas. Allí, además, son comunes los naufragios y las tormentas.
Pero Skagen no sólo es conocido por el cabo, sino por ser cuna de un movimiento de una comunidad de artistas pictóricos que se instalaron allí a finales del siglo XIX. Con el tiempo incluso se creó El museo de Skagen, fundado en el comedor del Hotel Brøndum en octubre de 1908.
Además, está uno de los primeros faros de Dinamarca, el Vippefyr, construido en el siglo XV y la famosa Iglesia Enterrada, la Den Tilsandende Kirke, cuya torre sobresale de las dunas como recuerdo del avance del desierto a finales del siglo XVIII. Ha quedado la parroquia como un marcador marítimo y una atracción turística de las más fotografiadas.
Hoy lo veo como un solitario recuerdo de un paisaje inenarrable de un visitante que aprendía a esa edad a viajar solo. Fue toda una experiencia de iniciación.