Con singular sentido de la oportunidad, o del oportunismo (como usted lo quiera llamar), el brujo de la tribu macrista, Jaime Durán Barba, acaba de publicar un interesante artículo (casi todos los suyos lo son porque, sin ser geniales ni mucho menos, son pícaros e ingeniosos y además porque influyen en el lugar donde se toman las decisiones, y entonces tienen el glamour de las cosas del poder), llamado “El gradualismo y lo efímero”.
La nota es una dura crítica a los liberales ortodoxos que le piden hacer un ajuste profundo rápidamente y que consideran al gradualismo como la incapacidad o el temor de superar las políticas heredadas. Kirchnerismo de buenas intenciones, lo llama José Luis Espert. Liberalotes, les refuta el diputado oficialista Fernando Iglesias.
Así como los liberales duros sostienen que no realizar los ajustes imprescindibles hará estallar todo por los aires, Durán Barba dice que los que aplicaron esos ajustes (Sánchez de Losada en Bolivia, Dilma y luego Temer en Brasil, Peña Nieto en México) igual volaron o están por volar por los aires. Y claro, pone a Macri como el hombre que está venciendo al populismo sin caer en el neoliberalismo, con su programa gradual.
Hasta allí todo bien, pero Durán Barba avanza un audaz paso más en pos de la consagración mitológica de Mauricio, y por supuesto, de él mismo como hacedor oculto del majestuoso.
Es que el consultor ecuatoriano, en vez de admitir que están haciendo lo que pueden hacer, nos pretende hacer creer que el gradualismo es un fruto consciente y planificado estratégicamente desde el primer día, que Macri y él eligieron entre todas las opciones posibles, que eran muchas.
O sea, Durán Barba coloca al gradualismo como ideología, como basamento de un relato macrista que reemplace a los anteriores macaneos. Un macaneo más. El relato M, cuando quizá una de las cosas positivas de este gobierno es que hasta ahora no haya caído en la tentación de inventarse un relato propio, vale decir, apoderarse del Estado con una idea de facción.
El gradualismo no es más que una forma distinta de admitir que la política es el arte de lo posible. Y que las posibilidades de Macri fueron menores que las de otros gobiernos. Lo cual, sin necesidad de hacer duranbarbismo, puede ser una buena noticia, por que no hay mal que por bien no venga.
Todos los gobiernos anteriores se apoyaron en una colosal ilusión en la que a la postre terminaron depositando todo y entonces, al considerar milagroso lo que era apenas una ayuda del azar o del destino, no hicieron lo demás que había que hacer y terminaron mal. Porque Dios sólo ayuda a los que se ayudan, no a los que esperan todo de él. Como solemos esperar nosotros, ese grupo de connacionales que cree que Dios es argentino y que nunca nos dejará sin la cosecha con la que salvará nuestros estropicios.
En 1973, hartos de décadas de inestabilidad política, nos rendimos ante Juan Perón, incluso sus más encendidos enemigos. Pero al hacer de Perón todo, lo terminamos convirtiendo en nada, porque ningún ser humano puede con tantas expectativas depositadas.
En 1983 todo se depositó en la idea de democracia, como si ella por sí sola pudiera darnos de comer y demás. No fue así. Entonces surgió otra ilusión, el Plan Austral, primer intento de querer parar la inflación de golpe, milagrosamente.
Cuando la hiperinflación acabó con el alfonsinismo vino Menem, que luego de un inicio caótico ideó junto a Cavallo el más ambicioso plan antiinflacionario que jamás existió.
De un día para otro la enfermedad se curó. Y se curó tanto pero tanto que el gobierno decidió dejar de hacer todo lo demás que tenía que hacer, hasta que la convertibilidad de principal solución devino en principal problema.
Pero en ese momento la sociedad entera se aferraba al milagro de forma casi unánime. Entonces, para ganar las elecciones, la UCR y el Frepaso le llevaron el apunte a la sociedad y triunfaron en gran medida porque Chacho Alvarez se arrepintió de no haber apoyado la convertibilidad.
Luego de que el país estallara nuevamente, y cuando aún no nos habíamos curado de las heridas, un nuevo milagro apareció en el horizonte. Venía de afuera: las materias primas, como en los mejores tiempos de la Argentina liberal, alcanzaron precios astronómicos.
Precios que de mantenerse un par de décadas, nos permitirían, otra vez, vivir por encima de nuestras posibilidades, con la ideología del deme dos. Esta vez, un grupo de pródigos (definición de pródigo: “persona que dilapida su propio patrimonio de forma reiterada e injustificada en detrimento de su propia familia y los alimentos que debe satisfacerle”) licuaron en políticas insensatas los fabulosos recursos extras, luego de haberse apropiado de todo lo que pudieron para sus bolsillos particulares. Y otra vez nos quedamos sin nada.
Lo malo (y quizá lo bueno) de Macri es que ya van dos años que gobierna y aún no puede hallar el nuevo maná que caiga del cielo para lograr que por un tiempo la sociedad entera se rinda a sus pies, como ocurrió con Perón, Alfonsín, Menem y Kirchner.
Por eso, en vez de mirar a esos ilustres antecesores que fueron muy bien hasta que terminaron muy mal, quizá habría que mirar hacia otros que no terminaron porque no los dejaron, pero que podrían haber terminado bien puesto que, como Macri, tampoco contaron con la fórmula de la felicidad que nos libera de nuestras responsabilidades. Estamos hablando de Arturo Frondizi y Humberto Illia, dos presidentes y dos presidencias de los cuales hoy casi nadie habla mal y acerca de las cuales casi todos piensan que si las hubieran podido culminar, tal vez seríamos un país mejor. Los dos fueron gradualistas, y lo fueron, igual que hoy, no porque quisieran sino porque no les quedaba otra.
Frondizi intentó, en un tiempo de infinita intolerancia, conciliar los inconciliables, a peronistas con radicales, a la industria nacional con el capital extranjero, a los laicos con los libres, a civiles con militares, a liberales con estatistas, a sindicalistas con empresarios. O sea, construir un consenso razonable donde nuestras diferencias sumaran en vez de hacernos matar unos contra otros sin jamás ganar nadie y siempre perdiendo todos. ¿Qué le pasó?, disconformes con su tibieza, por no definirse ni para uno ni para otro, se le juntaron todos y lo derribaron.
Parecido le pasó a Illia, al cual desde el primer momento tanto peronistas como militares, tanto periodistas progres como economistas liberales, todos en conjunto, lo calificaron como “tortuga”, se le burlaron por su lentitud y lo terminaron derrotando para reemplazarlo por un milico que se creía Francisco Franco. A Illia lo bajaron también por gradualista.
Si Macri pudiera edificar los consensos que Frondizi no pudo o administrar rectamente como lo hiciera Illia, y logra terminar como ellos dos no pudieron, quizá al fin de su gestión el país estará un poco mejor.
No lo sabemos, ni nadie lo sabe, pero si lo logra será porque los argentinos supimos aceptar, por una vez en la historia, que la única forma de salvarnos es si nos salvamos por nosotros mismos, sin ningún milagro que nos caiga del cielo.
Ese milagro que todavía seguimos buscando, incluso muchos macristas, pero que felizmente esta vez se nos está negando. Dios, por una vez, ha decidido no ser argentino, gracias a Dios.