Sucedió y sí, sucedió en la plaza mayor entre los punkos jirones: la tarde asquerosa. Calor y humo de palidecer venenoso. Lo escrito sobre un fuentón enlozado, por si se pierde o, mejor, se borra adrede, ya no sé. Se trata de ajustar el amable instrumento del escribir. De darle –hosco- una cierta libertad de desplazamiento.
Escribir, sutil, como si no. (Anotando, recitando: olvidando, casi.) Y en mis manos, en mis dedos manchados de furioso alquitrán, su mano pequeña extraviada; solemne –ahora- por esa ecuación demoledora de las perspectivas. Ojos como perlas antiguas amonedándose; escafandras azules a la vera del camino.
Ésas imágenes de un recuerdo turbio, aún intactas e imperecederas: pochoclero, barbudo caimán de violencias. Girando el cigarrillo, por ejemplo, como una emanación de confianza, un estallido real sin atributos ni consecuencias directas. Y en espera: un mundo por delante, un desierto amarillo.
Son sus hijos, pensé, y huí fulgente por la ranura… Preciso: el corte. Otra vez incluso (si) la brevedad, habitual desespero, tiende a compaginar.
Ir frase por. Construirla como se pueda –contundente. Saqueada la voz, arenosa, y en los bolsillos siempre una botella vacía color esmeralda. La vida breve, la vida entera en un hormigueante y fugaz minuto. Me callo.
Un golpecito enigmático en el fondo del placard que creíamos vacío. Calle arriba en el desorden único, abismal; y sobre los árboles, sobre los eternos jardines, pájaros brillantes de humo. ¡Infancias! Caminando como un poseso, mis pies destruidos (ardiendo). Adjetivación poderosa; isla flotante…
Sobre el terraplén pasaron –en escala menor- dos bicipolicías tuertos, su fantasmal estela explayándose. Noches de vómitos en solitario, herido de muerte sobre el ridículo tobogán de bronce. ¡Arriba! ¡Abajo! Desde mi mangrullo, mi mangrullo senil, observo unas parcas señales de humo. Andrea con sus hijos: noviembre doce; zapatillas sobre la tierra caliente.