En la aceleración final de la campaña, Alberto Fernández ha terminado de perfilar el modelo de figura presidencial que quiere legitimar en las urnas. Dos señales clave dibujaron con nitidez ese contorno. La estrategia de confrontación elegida para el primer debate de candidatos y el acto de sujeción ritual a la narración de la lealtad peronista.
Si se observa el detalle, el principal candidato opositor no actuó en el primer debate como el retador que disputa el cetro, como creyó advertir una primera línea de análisis.
En realidad buscó posicionarse como un presidente ya en funciones que destrata al adversario desde su flamante condición de mayoría. Con una descortesía sobreactuada, o con la queja del visionario incomprendido.
Es el motivo por cual el dedo flamígero que utilizó en el atril fue celebrado luego por los dos bloques en pugna. Por las razones opuestas. El peronismo lo festejó como señal de autoridad, el Gobierno lo resaltó como anticipo del exceso. Son dos razones que funcionan con simétrica eficiencia en los bloques políticos que disputan la elección.
Fernández ensayó la gestualidad de los liderazgos potentes, a tono con el nuevo contexto discursivo mundial.
En la primera elección presidencial argentina posterior al vuelco global de 2016 convendría recordar el debate de Donald Trump con Hillary Clinton. “Deberías ir a la cárcel”, le disparó Trump a su rival, con gesto despectivo. Mientras giraba, para darle la espalda.
Los gestos de autonomía política de Fernández frente a Macri se transformaron en sumisión voluntaria en la cumbre posterior del peronismo, que por tradición festeja en un día la lealtad y en los restantes del año la libertad de acción.
A ese subrayado pragmático lo hizo el anfitrión, Carlos Verna. El gobernador pampeano balbuceó una traducción imprecisa de un dogma resumido por el ya fallecido peronista mendocino Juan Carlos Mazzón. Sólo hay algo peor que la traición: el llano.
Verna recomendando tragarse sapos fue el primero de los sapos que debió tragarse Fernández. El candidato triunfador en las Paso necesita sobreactuar su alianza con los gobernadores, que comenzó con el vuelco del caudillo pampeano.
El segundo trago amargo fue la sujeción a Cristina. La parábola de la autonomía que comenzó en el debate, declinó frente a la jefatura política. Como lo imaginó el cineasta Tristán Bauer al diseñar la escena de campaña: cuando la tarde se inclina, sollozando al occidente. Fernández atenuó la asimetría presentándola como identidad: “Cristina y yo somos lo mismo”.
Mauricio Macri se aferró en el debate a la imagen de presidente en funciones porque en las calles recobró alguna competitividad hablando como opositor de la oposición. Tarde, su coalición pareció entender la lógica política más que predecible que suelen desencadenar las crisis económicas.
Cuando todavía era candidato, Ronald Reagan lo explicó de manera sumarísima: “Una recesión es cuando tu vecino pierde su empleo. Una depresión es cuando tú pierdes el tuyo. Y una recuperación es cuando Jimmy Carter pierde el suyo”. Carter era entonces el presidente en funciones en Estados Unidos.
Pese a todo, la reacción masiva del macrismo se ha transformado en la principal novedad política posterior a las primarias. La narrativa unanimista que desplegó el peronismo desde el Frente de Todos encontró un límite que obligatoriamente la redefine.
Frente a la reactivación del antagonismo, el peronismo unificado resolvió abrazarse a la fórmula del populismo que conviene tanto a su tradición histórica como a las tendencias globales de moda.
En su ácida revisión de la obra del ensayista Ernesto Laclau, el mexicano Jesús Silva Herzog Márquez señaló que el populismo niega dos veces la política. Primero cancela la posibilidad de un gobierno aceptable: los gobernantes son irremediablemente perversos. Y después niega la capacidad de la política de administrar el tiempo. Postula que al poner fin a la conspiración de los poderosos, el futuro llega automáticamente.
Al abrazarse a ese rumbo discursivo, Alberto Fernández se arriesga también a la lógica implìcita de esa cuenta regresiva. Entre la autonomía y la sumisión, confía en erigirse en un nuevo hombre fuerte.
Las quejas soterradas que le llegan del círculo rojo por la ambigüedad de sus propuestas son tomadas como elogio. La indefinición no es algo instrumental para la razón populista. Es su naturaleza más íntima.
Sobre el final de la campaña, el giro adoptado por Fernández es un regreso a la ponderación de un pueblo homogéneo, con virtudes que sólo pueden ser objetadas por oligarquías en pánico ante la inminencia de la casa tomada.
Llevada a las urnas, esa posición política tiende a legitimar otro diseño institucional. El sentido último de la democracia no es otro que garantizar la heterogeneidad y la disidencia. Lo opuesto a la épica en modo Verna, que celebra el secuestro de los derechos políticos a la sombra confortable de los favores del poder.
Silva-Herzog Márquez, nieto del economista que nacionalizó el petróleo en México, señala que los nuevos populismos en América Latina tienden siempre a presentarse como gestas de integración. “Pero integración es un término anodino. El pescado también se integra a su ceviche”.