El gigante angurriento

El gigante angurriento

Entonces, luego de haberse hartado hasta no poder tragar más, la gula abrió las fauces de un apetito fatal y el gigante quiso comerse un trocito de su propia mano. Atiborrado como estaba de todos los frutos que había arrancado, de los jugos absorbidos a personas y bestias, confuso pero sin poder evitar su voracidad ciega, mordió primero un dedo, luego otro, y como esto no le basto, decidió comerse la mano entera. Satisfecho y sin darse cuenta de que sangraba profusamente un líquido espeso, se acostó a dormir sin miedo; los gigantes suelen dormir en esa condición; saben que en su sano juicio nadie osaría atacarlos.

En la mañana, su piel endurecida por los años, había formado una horrible cicatriz. Esto espantó al gigante acostumbrado a verse las manos colmadas de tesoros y las sacudió delante de unos ojos negros parecidos a los de un cuervo. Horrorizado al ver que la cicatriz no desaparecía, no pudo soportarlo más y comenzó a golpearse, con el muñón, uno de sus ojos, hasta vaciarlo y dejarlo abierto y oscuro como la boca de una gruta.

Fue corriendo entonces a ver su rostro en la superficie de un lago azul y recién al contemplarse en él, sintió el dolor que empezaba a subir por su cabeza directo al centro de ese agujero; 113 rayos agudos le hicieron soltar un grito descorazonado, luego un gemido lastimoso que se escuchó por toda la comarca.

El gigante tapó inmediatamente su boca con la mano sana, tratando de silenciarla y, en medio del dolor y la frustración, se dio cuenta de que alguien podría haberlo escuchado. Los gigantes viven del miedo. No hay lágrimas ni llanto en la historia de un gigante. Ellos no son capaces de sobrevivir cuando se les pierde el temo. Entonces, sin vacilar, tomó una roca del fondo de las aguas y la estrelló contra su boca, mordiéndose los labios para no volver a gritar.

La noche lo encontró malherido y algo debilitado pero satisfecho porque nadie había llegado a poner en riesgo su reinado. Mudo, tuerto y manco, todavía no se daba cuenta del error que había cometido. El que nunca tuvo adversarios dignos de su poder fue su propio verdugo. Cuando la gente descubrió lo que había pasado, empezó a perderle el miedo y, sin que tuvieran que molestarse en enfrentarlo, el gigante tuvo que irse para no tener que aceptar su derrota frente a un pueblo de enanos.

Javier Segura - DNI 13.806.663

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